El comisario Marcano manejaba su viejo Fiat Uno por la autopista Francisco Fajardo, la gran vía que corre de este a oeste por el centro del valle de Caracas, separados ambos sentidos por el cauce del río Guaire. En cierto punto del recorrido siempre se forman trancas en las dos direcciones. Aquel lunes en la mañana no era distinto. Los cuatro canales de la autopista, en sentido este, estaban llenos de carros que avanzaban con lentitud.
Conocedores de este fenómeno, los habitantes de San Agustín, Hornos de Cal, La Charneca y La Yerbera, barrios situados en los cerros cercanos, bajan hasta la autopista para vender agua, refrescos, chucherías y devedés piratas. Los vendedores caminaban entre las hileras de vehículos esquivando a los motorizados que rodaban a gran velocidad, evitando a su vez los espejos retrovisores de los carros. Por encima de ellos circulaban las cabinas de los funiculares que cubren el servicio de transporte de San Agustín.
Marcano sudaba, dudando entre bajar los vidrios o conformarse con la escasa frescura que arrojaban los ductos del aire acondicionado. No le gustaba viajar con los vidrios arriba, especialmente cuando estaba atrapado en una cola pues le molestaban el ruido y el humo. Además sabía que en ese sector hay ladrones que se aprovechan de los conductores desprevenidos. Y que a él, aunque fuera policía de civil y anduviera armado, su placa no lo salvaría de ser atracado.
Marcano manejaba por el “canal rápido”, que en ese instante no hacía honor a su nombre. A su izquierda corría el río Guaire, al fondo de un cauce de cemento. La fila de la derecha avanzaba mientras que la suya permanecía estática. “Para variar”, pensó. “Siempre avanza más la fila donde no me encuentro y si cambio de canal avanzará, sin duda alguna, la fila donde estuve antes. El Principio de Peter, creo que lo llaman”. Aunque, en realidad, Marcano no sabía quién era ese personaje.
Pensó en cambiarse al canal de la derecha pero era una maniobra riesgosa puesto que los motorizados circulaban a mucha velocidad entre las filas de carros y el suyo carecía de espejo retrovisor derecho a causa, precisamente, del golpe propinado por un motorizado que lo tumbó sin siquiera detenerse a pagarle el destrozo.
De todos modos, miró a su derecha y vio desconsolado los carros avanzar. Uno de ellos, un lujoso vehículo japonés, iba con la ventanilla del conductor abajo, por lo que pudo ver que lo manejaba un hombre maduro, con aspecto de ejecutivo, que iba solo en el carro y que apoyaba el brazo en la puerta en posición vertical mientras que la mano izquierda agarraba la parte superior del marco de la ventanilla. La manga de la camisa dejaba ver un reloj reluciente que parecía costoso. “Demasiada tentación”, pensó, acostumbrado como estaba a ponerse en el lugar de los delincuentes para comprender mejor su mentalidad.
El carro avanzó y lo perdió de vista. Su fila empezó a moverse. “Ya era hora”, consideró mientras soltaba el embrague y aceleraba. La fila siguió avanzando y cambió a segunda. La fila de la derecha se detuvo. En instantes, su carro casi alcanzó al del ejecutivo. De pronto, salió un tipo de la nada y se acercó a la ventanilla del carro japonés. No era un vendedor, no portaba artículos. Pero lo que sí vio Marcano, en apenas un segundo, fue el resplandor plateado de una pistola con la que el sujeto encañonó al ejecutivo.
Marcano agarró con la mano izquierda el volante y con la derecha la pistola que llevaba siempre entre las piernas. Todo ocurrió muy rápido: el atracador habló con el conductor, éste forcejeó, sonaron disparos. El atracador le sacó el reloj de la muñeca y salió corriendo entre las filas de carros.
Marcano apagó su máquina y salió empuñando la pistola. Cuando llegó al vehículo japonés el hombre agonizaba con un tiro en el pecho. “Este se jodió”, pensó al verlo. Le revisó el pantalón y sacó una billetera llena de euros que se guardó en el suyo. Revisó la chaqueta del hombre. Tenía un pasaporte italiano y un ticket de avión, ya usado, que volvió a colocar en su lugar. “¡Llamen a Emergencia!”, gritó a los conductores que se acercaban temerosamente, antes de salir corriendo en la misma dirección que el asaltante.
Éste había atravesado tres canales de circulación y ya había llegado al borde de la vía, que era una franja de tierra de unos cinco metros. Más allá había varias entradas que conducían al interior de un barrio construido al borde mismo de la autopista. El individuo entró por una de ellas, apenas más ancha que un hombre fornido.
El barrio era un laberinto de casas construidas desordenadamente. La calzada era estrecha y a veces se perdía de vista entre los recovecos. Lo siguió, aunque no le gustaba la situación: si conocía el barrio sabría dónde esconderse. O peor aún: podría meterse en cualquier casa y hasta tomar rehenes.
Corría sin detenerse. Era peligroso, pues tras cualquier recodo podía estar esperándole, apuntándole. Sin embargo, esto le dio ventaja y tras doblar una esquina lo vio a cierta distancia. Estaba a tiro. Era ahora o nunca. Se detuvo, apuntó y disparó. Le dio en una pierna haciéndolo caer. Pero volvió a incorporarse y siguió corriendo.
–¡Verga! Este coño’emadre es duro —masculló Marcano.
El sabueso siguió el rastro de sangre que lo llevó hasta un callejón ubicado en la parte trasera de unos galpones, una calle ciega donde no se veía a nadie. Los galpones hacían sombra y el callejón estaba en penumbra. Allí sólo había unos contenedores de basura. Detrás de uno de ellos lo encontró. Estaba en el suelo y se agarraba el muslo izquierdo. “Coño, me diste”. “Dame el reloj”, dijo Marcano. El sujeto se metió una mano en el bolsillo y le tendió el reloj. Marcano lo miró. Era un reloj extraño. No se parecía a ninguno que conociera. El modelo parecía antiguo. Definitivamente lo fascinaba. “Ayúdame, llévame al Clínico”, dijo el ladrón. Marcano lo ayudó a pararse. “Apóyate aquí”, le dijo recostándolo en un contenedor, al que abrió la tapa. Echó otra mirada alrededor. Nadie. Le puso la pistola en la cabeza y disparó una sola vez. Ayudó al cuerpo a deslizarse dentro del contenedor y lo volvió a tapar. Se devolvió por donde había llegado.
De regreso a la autopista ya había una nube de gente rodeando el carro japonés. Algunos conductores vecinos se habían acercado y llamado a Emergencia. Marcano mostró su placa y se acercó al vehículo. Corroboró que el italiano ya estaba muerto mientras se escuchaban sirenas policiales y de ambulancias.
Los forenses tardaron en llegar porque la tranca en la autopista era fenomenal. Las autoridades de tránsito trataban de aligerar el paso de vehículos en dirección este. Cuando llegó el comisario Augusto Tercio, su jefe, Marcano le contó su versión y le entregó el pasaporte.
–Yo venía en mi carrito y salí corriendo cuando vi el hierro. Pero no me dio tiempo, el choro fue muy rápido. Le robó el reloj y la billetera. Lo seguí pero se me perdió. Mire: el interfecto era ciudadano italiano.
Al ver el pasaporte puso cara de drama.
–¡Qué vaina! –exclamó–. Consulado. Embajada. Interpol. Más papeleo, más burocracia —dijo al tiempo que se tomaba una pastilla contra la acidez.
–Jefe, ¿quiere que lo persigamos en caliente? –preguntó Marcano.
Tercio miró hacia los cerros donde se retrepaban centenares de viviendas, conectadas por decenas de pasadizos, escaleras y vericuetos. Tuvo que hacer visera con la mano pues el sol a esa hora ya taladraba la ropa.
–No, vamos a dejarlo así. No tenemos personal suficiente. Mira, tienes sangre en la camisa.
–No es nada, jefe, me corté con una botella rota.
Revisaron el vehículo y extrajeron una maleta con ropa y efectos personales y un portafolio que contenía documentos. Estos señalaban que no era un turista cualquiera sino un representante para Suramérica de una firma relojera suiza. Había llegado a Venezuela no por placer sino por negocios. El carro lo había alquilado en una agencia del aeropuerto. Finalmente vino una grúa y se lo llevó.
En cuanto al ladrón, los vendedores de chucherías en la cola no lo conocían. Al parecer era un atracador solitario que se había apostado a un lado de la autopista esperando la oportunidad, de que apareciera algún imprudente, como el italiano, que viniera con el vidrio abajo y exhibiendo un reloj de marca.
Una vez en la comisaría Marcano contó de nuevo todo a una compañera. Era el procedimiento: había que levantar un informe. Marcano disfrutaba aderezando la historia con exageraciones: “El italiano se resistió al atraco, el atracador disparó varias veces, uno de los tiros fue mortal. Perseguí al sospechoso, le di la voz de alto y el susodicho abrió fuego accionando su arma, por lo que no tuve más remedio que disparar en defensa propia. Pero no le di y el sospechoso pudo escapar saltando un muro”.
Terminó el informe pasado el mediodía. Marcano le dio las gracias a la chica que lo ayudó –siempre le fastidiaba redactar informes– y se acercó a la oficina de su jefe para pedirle la tarde libre. Tercio se la concedió sin mirarlo siquiera: estaba ocupado en otros asuntos.
Antes de salir de la oficina fue al baño, se metió en un cubículo y cerró la puerta tras de sí. Con manos temblorosas sacó la cartera y contó los billetes. Había cinco mil euros, una verdadera fortuna para él, comparada con su exiguo sueldo de funcionario policial. Había otras cosas, tarjetas de crédito y carnets. Todos los cortó con su navaja y se deshizo de los pedazos echándolos al inodoro y bajando la válvula. Luego sacó el reloj y lo estuvo detallando un buen rato. Era hermoso. Se lo colocó en la muñeca y le pareció que lucía soberbio. Sin embargo no se hacía ilusiones: sabía que lo más probable es que tuviera que deshacerse de él. Conocía alguien que podría ayudarlo a hacerlo y de esa manera obtener un beneficio adicional. Lo que más le llamaba la atención era que en el interior de la esfera había una estrella en relieve. Eso lo hacía más original, quizás único. Con suerte sería un reloj de colección, sabía que en subastas en Estados Unidos u otros países pagaban hasta millones por objetos raros o curiosos.
Marcano decidió comerse un perro caliente en la esquina del cuerpo policial. Saludó al perrero, Juancito Guarinei, a quien conocía desde hacía años.
–Entonces, Juancito. ¿Cómo está la vaina?
–Aquí varón, en la lucha por la locha. ¿Cómo lo quieres?
–Chamo, sabes que me gusta con todo menos papitas.
–A veces no hay tiempo para nada.
Esta última frase se le quedó colgada al detective Marcano en el cerebro mientras masticaba la salchicha, pero en ese instante no supo de qué se trataba, aparentemente no tenía nada que ver con nada. Luego entendería, pero entonces no era el momento.
Después de almorzar se encaminó hacia la estación del Metro más cercana. Era de locos manejar hasta el centro. Se bajó en la estación Capitolio. A dos cuadras estaba el edificio La Francia. Caminó rodeando la sede de la Asamblea Nacional. Había una manifestación en la puerta, gente con pancartas gritaba consignas políticas. En las aceras, buhoneros exhibían sus mercancías junto a vendedores de libros, relojeros ambulantes, expendedores de jugo de naranja y de raspados de hielo.
“Compro oro roto, cambio dólares, euros”, susurraban individuos de aspecto inquietante que vestían monos Adidas, llevaban zapatos Nike, gorras de los Yankees de NY y cargaban pesadas cadenas doradas y/o plateadas. Ejercían su trabajo frente a los impasibles guardias nacionales que custodiaban el parlamento, aunque era una actividad ilegal.
Una galería llena de joyerías y tiendas de suvenires era el umbral del mercado negro de las divisas. Debió ser porque en tiempos inmemoriales, cuando iban turistas a Venezuela, los llevaban a conocer la parte histórica y a comprar oro cochano. Entonces la zona quedó marcada como de compraventa de divisas.
Marcano caminaba morosamente en busca de Coronado o algún otro cambista pero no consiguió a ninguno conocido. Prefería cambiar con alguien de confianza porque hasta esa actividad podía ser peligrosa: conocía a más de uno que habían atracado después de cambiar unos dólares.
Pensándolo mejor, prefirió dejar el cambio para otra ocasión y decidió concentrarse en el reloj. Estaba seguro de que sería un trabajo para el viejo Horowitz, si es que aún vivía.
Supo que había llegado cuando escuchó un apocalíptico “¡Lleve'l callicida! Lo mejor contra callos, cadillos, verrugas, forúnculos, golondrinos, papilomas”, que entonaba como una letanía un ciego que parecía inmortal y que para vender su producto –unos frasquitos que contenían un misterioso líquido rosado–, se apostaba en Las Monjas, la esquina suroeste de la Plaza Bolívar, al lado de la entrada al edificio La Francia, tradicional emporio de los joyeros, legales y no tanto, de la ciudad.
En la planta baja, y al final de un pasillo mal iluminado se hallaba, desde los tiempos de Moisés, el taller de Horowitz. Era un hueco húmedo, infecto y maloliente. Pero estaba totalmente enrejado pues allí, a pesar de lo feo del sitio, se manejaban millones. Un aviso de una marca de relojes que ya no existía, otrora luminoso hoy empolvado y lleno de telarañas, recibía al visitante e informaba que el nombre del local era Taller Horowitz.
Horowitz estaba viejo, como siempre. La barba era una maraña de pelos grises y un casquete de tela adornaba su cabeza. Era un hombre corpulento pero eso sólo se sabía cuando se levantaba para atender a algún cliente. Del resto, se la pasaba sentado tras su mesa de trabajo. Era el dueño y único empleado. Marcano lo conocía porque varias veces le había ayudado. Él compraba relojes de marca, aunque fueran de dudosa procedencia. El policía lo sabía y lo dejaba hacer. A cambio, lo ayudaba con información.
Era un hombre hosco y de carácter desagradable que siempre vestía de negro, olía a alfombra mojada y no se quitaba la chaqueta ni para trabajar. Pero era un verdadero especialista en relojes y sabía también de joyería. En la ciudad nadie más podía ayudarlo.
Cuando tocó el timbre ni siquiera levantó la cabeza de su trabajo. Sólo lo hizo cuando mencionó su nombre. Entonces lo miró, emitió una especie de gruñido, que significaba “ah, es usted”, y se levantó con movimientos lentos. Abrió la reja y desocupó una silla que había cerca de su mesa de trabajo, donde dormitaba un gato gordo y gris, del mismo color de la rabínica barba de Horowitz y seguramente tan viejo como él.
–¿Qué lo trae esta vez por aquí, sinior? –dijo con su voz aguda y chillona.
–Yo también me alegro de verlo. Sólo curiosidad, Horowitz. Tengo algo que le puede interesar. Véalo usted mismo.
Sacó el reloj de su bolsillo y lo puso en su mano derecha. Apenas lo vio tuvo una reacción inesperada: empezó a abrir la boca como si le faltara el aire, a respirar con rapidez y le pareció que palidecía por instantes. De pronto soltó una lenguarada en otro idioma, probablemente en yiddish.
Cuando se hubo repuesto preguntó ávidamente de dónde había sacado el reloj. Como sabía que esa pregunta era inevitable, Marcano tenía preparada la respuesta, la cual no se alejaba mucho de la realidad:
–Sólo puedo decirle que su último dueño fue un italiano que ahorita debe estar en la morgue. No puedo decirle más nada. Recuerde nuestro trato.
–Sí, es verdad. A ninguno de nosotros nos conviene saber mucho del otro. Pero este reloj… Es muy especial. ¿De dónde lo sacó?
–Por eso se lo traigo. Usted puede ayudarme a evaluarlo.
–¿Tasarlo quiere? Muy difícil. Este reloj es más peligroso que valioso.
–Tiene una estrella de David. Debe tener algún significado para ustedes.
–No, no. Estrella de David tiene seis puntas. Esta tiene cinco. Es un pentáculo. Símbolo del demonio.
–¿Cómo dice?
Por respuesta se levantó y fue a un rincón de su antro. Sobre unos archivadores metálicos, ya oxidados, había unos gruesos volúmenes empastados. Sacó uno y lo depositó sobre una mesa, levantando una nube de polvo. Lo consultó con ayuda de una lupa grande. Hojeó con cuidado las páginas, ensalivando los dedos. Por fin halló lo que buscaba.
–¡Este es! –dijo al tiempo que le mostraba su hallazgo.
Miró lo que le mostraba. Era un catálogo de relojes viejos. Estaba, en efecto, el suyo. Aunque era el mismo modelo, tenía variantes, comenzando porque en la esfera no había estrella. La foto tenía una leyenda explicativa, tal vez en alemán.
–Un reloj muy raro. Fabricado en Rumania antes de la guerra.
–Bueno, Horowitz, eso lo podía haber descubierto yo mismo en internet sin levantar tanto polvo.
Horowitz se hizo el ofendido y cerró el libro de un manotazo. Otra nube de polvo hizo estornudar a Marcano.
–¿Qué quiere usted de mí?
–Sólo quiero saber cuánto vale y si me puede ayudar a colocarlo en el mercado. Sé que hay coleccionistas dispuestos a pagar mucho dinero por él.
–¿Qué porcentaje?
–80 y 20.
–¿80 pa mí? –fue la primera vez que Marcano lo vio sonreír.
–¿Está loco? Le puedo dar 30. Me costó mucho conseguirlo.
–No lo dudo –dijo con cierta ironía–. Es muy difícil mercado coleccionistas. Debo pagar comisión agente Nueva York.
–¿No puede venderlo usted directamente?
–Usted sabe que no.
–Está bien, le ofrezco 40. Es mi última palabra.
–48 o nada.
–43.
–45.
–¡Coño, Horowitz! ¡No me gusta regatear!
–Salga y lléveselo.
–Está bien. 45. Acepto. Me doy por vencido con usted.
–Mire, estamos comenzando casa por techo –dijo el relojero–. Déjeme verlo con calma para tener una idea más completa.
Le volvió a dar el reloj, se acomodó el monóculo para ver de cerca y aproximó la lámpara.
–Hum. Cronus, sí –musitaba mientras daba vuelta al reloj con sus dedos y con movimientos certeros sacaba la correa–. De antes de la guerra. Reloj de cuerda. Mecanismo suizo, 17 rubíes –dijo haciendo saltar con habilidad la tapa posterior con ayuda de una navaja.
–¿Cómo dice? —preguntó Marcano, que casi no lo escuchaba.
Relojes analógicos, o mecánicos, funcionan con 17 rubíes.
–No lo sabía.
–Claro, usted sólo conoce relojes digitales baratos, “Made in China”. Relojes como este hoy en día ya casi no se fabrican. Rubíes permiten movimiento de los componentes. Resisten la fricción. Es una de las cuatro gemas principales junto con el diamante, el zafiro, la esmeralda. Raros y caros. Hay en Ceilán –hoy Sri Lanka–, Birmania, La India.
–Entonces, ¿los rubíes son valiosos?
–Eso depende de si son naturales o artificiales. A partir de 1923, más o menos, se empezaron a fabricar artificiales. El reloj no tiene fecha pero calculo que es de la década del 20 o 30. En todo caso, de antes de la guerra. Habría que chequear el serial.
–¿Y si son naturales? ¿Cuánto pueden valer?
–Hay varias durezas, diversas tonalidades. La más cara se llama sangre de unicornio. Es de un rojo oscuro, casi negro, parecido al granate, carbunclo.
–¿Si fueran naturales podrían valer más que el reloj?
–Puede ser. A menos que haya un comprador que esté dispuesto a pagar un precio muy alto por esta pieza.
–¿Quién querría y podría pagar un precio tan alto?
–Obvio: un miembro poderoso de una secta satánica.
Lo dijo sin reírse y Marcano no le creyó.
–Usted y sus sectas.
–Hablo en serio –respondió haciéndose el ofendido–. Hay más de las que usted cree. Hasta en Israel tenemos. Hace poco desmantelaron una. Celebraban el cumpleaños de Hitler.
–El mundo está lleno de locos. Me interesa saber el valor de los rubíes. Creo que será más fácil hallar un comprador de gemas que un millonario diabólico.
–Como usted quiera. Pero para avaluar las joyas tiene que dejarme reloj. No es mi ramo. Debo mostrárselo a un colega.
–¿Dejarle el reloj? Usted debe estar mal de la cabeza –dijo Marcano haciendo ademán de marcharse.
–Piénselo si quiere. No tiene muchas opciones.
–Mejor me lo llevo.
–Le advierto una cosa –dijo Horowitz en tono confidencial–: Tenga cuidado con ese reloj. Los rubíes representan la sangre, la energía vital. Además son eternos, inmortales. Por si fuera poco, fue hecho en Rumania. ¿No le dice nada? Vlad el Empalador, Vlad Dracul, Draculea, el conde Drácula. ¿Le suena?
“Otro loco más”, pensó Marcano, contrariado. Mientras se alejaba por el pasillo del edificio escuchó a sus espaldas la desagradable voz de Horowitz diciendo: “¡A veces no hay tiempo para nada!”. Y luego, el ruido de una reja al cerrarse.
Marcano caminó de nuevo al Metro y se dirigió hacia el cuartel policial donde tenía su carro estacionado. Lo sacó y se dirigió a La Candelaria, el barrio español de Caracas, en busca de un bar. Tenía que hacer tiempo hasta la noche. Por suerte se encontró unos amigos y entraron a la tasca Visca el Barça donde jugaron unas partidas de dominó sin apostar plata, porque era fin de mes y nadie había cobrado.
Marcano disfrutaba la sensación de tener los bolsillos repletos de dinero sin que nadie lo supiera. Ya habría tiempo de celebrar. De todos modos se tomó unos whiskys y le pidió a Manolo que los anotara en su cuenta. Necesitaba entonarse pues le tocaba una tarea desagradable. Mientras bebía, admiraba el reluciente reloj en su muñeca. “¿Sangre de vampiros?”, pensó. “Este Horowitz sí que está loco’ebola”.
Hacia las diez de la noche salió de la tasca, se montó en su carro y se dirigió hacia San Agustín del Sur. Tenía que deshacerse de ese cuerpo, quisiera o no. Era demasiado comprometedor dejarlo allí. Mientras manejaba pensaba que ojalá nadie lo hubiera descubierto, aunque estaba casi seguro de que eso no había ocurrido pues el callejón entre ambos galpones –que estaban abandonados– parecía ser un sitio bastante solitario.
La tarea era desagradable pero tendría su compensación. El tema era saber si los rubíes eran artificiales o naturales. Al día siguiente, cuando fuera a la comisaría, le pediría a Marlenys, la secretaria del jefe, para que lo ayudara e identificar el reloj. Ella manejaba el ordenador mucho mejor que él, y podía consultar en alguno de esos chats de Inteligencia Artificial que están de moda. Para compensale tendría que invitarla a almorzar y quién sabe. Marcano tuvo un breve pensamiento obsceno pero enseguida lo descartó, no podía perder tiempo deleitándose en fantasías eróticas.
Estacionó en retroceso para facilitar el trabajo. La idea era sacar el cadáver del contenedor y arrastrarlo hacia la maleta del carro. Había un farol que emitía una luz discreta pero molesta. Marcano lo apagó de un tiro. Ahora sí, la oscuridad era más conveniente a sus propósitos. Empero, la penumbra no era absoluta pues una luna llena brillaba en el cielo.
Caminó con cuidado, la pistola empuñada y pegándose a los muros. Finalmente llegó al grupo de contenedores. No se acordaba en cuál había echado el cadáver. Eran tres. Abrió el primero. Sólo basura. Abrió el segundo. Una rata brincó asustada. Abrió el tercero. Vacío.
–A veces no hay tiempo para nada.
La voz a sus espaldas le resultó conocida. Sintió que la sangre se congelaba en sus venas. Volteó. Vio una figura encapuchada, recortada a la luz de la luna. Sin pensarlo, Marcano disparó. Los fogonazos iluminaron los rugosos muros, cubiertos de grafitis. Cuando se acabaron las balas, la figura se quitó la capucha, antes de saltarle al cuello.
Un brillante reloj cambió de muñeca en la noche.
Las detonaciones no asustaron a nadie, en el barrio están acostumbrados.