2666, primera
reflexión
En esta novela predomina la muerte y la desolación. Y sin
embargo, cuesta terminarla, como si a última hora se quisiera prolongar su
sabor. ¿Estructura abierta o novela inacabada? ¿Qué es después de todo una
novela inacabada? La novela póstuma de Roberto Bolaño merece un detenido
análisis como inusual expresión de un grande esfuerzo narrativo.
No voy a caer en la discusión estéril de si le sobran o le
faltan páginas. Pienso que las 1120 que tiene le fueron suficientes a Roberto
Bolaño para demostrar de qué es capaz como narrador veterano. Estructurada en
cinco bloques: La parte de los críticos, La parte de Amalfitano, La parte de
Fate, La parte de los crímenes y La parte de Archimboldi, se dice que, antes de
ser partes, fueron novelas independientes y que fue decisión de los herederos
del escritor chileno y de su editor Herralde, lanzarlas al mercado como una
sola obra, pues así la consideran.
En verdad todas están relacionadas y hay un “centro oculto”,
como señalaba Bolaño. Pero este centro podría ser un concepto, no
necesariamente un lugar, como señala el crítico Ignacio Echevarría, quien
afirma que ese centro es Santa Teresa (alteridad de Ciudad Juárez, la ciudad
mexicana donde matan a las mujeres).
Para mí el “centro oculto” es la maldad, la maldad como
concepto, como abstracción, como motor que impulsa a la novela hacia su núcleo
dramático (y temático) que son los feminicidios como manifestación de ese
“horror”, el mismo que trabaja Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas.
Esa maldad es lo que provoca los crímenes de las mujeres
(muchas de ellas niñas, para mayor indefensión) en esa ciudad hipotética que
pudiera ser Ciudad Juárez o Tijuana, lo que importa es que se trata de una urbe
cercada por el desierto, o sea, por la esterilidad. De ahí el epígrafe de
Baudelaire: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”.
Lo que está en el centro, repito, es la maldad, esa fuerza
ciega que lleva a la destrucción y ciertamente un alemán medio loco no es el
asesino de todas las mujeres aunque, en efecto, haya matado algunas. La cosa no
es tan fácil. Los homicidios son una obra colectiva producto de un furor
anónimo, un exterminio sistemático cuyo responsable final no tiene nombre ni
apellido, ni siquiera el de Klaus Haas. Es como intentar achacarle a Hitler la
responsabilidad entera del asesinato de millones de seres humanos. Si bien él
dio la orden, la ejecutó un ejército de incondicionales de los cuales no todos
estaban locos, aunque entre ellos había verdaderos criminales.
Por eso 2666 no
es una novela policial: aunque hay crímenes y una investigación en marcha (que
no concluye con el arresto de Klaus pues los homicidios prosiguen aún con él en
la cárcel) y un proceso judicial que en un momento dado cae en el limbo, como
suele suceder en nuestros países latinoamericanos. Lo que no hay es un móvil,
un por qué. La tesis del cine snuff (pornografía
de la muerte) es apenas una posibilidad tal vez cierta como explicación de
algunas muertes, pero nada termina de justificar la matanza de mujeres, todas
con un modus operandi similar: estrangulamiento con fractura del hueso hioides.
La racionalidad (de la cual la mentalidad policial es apenas
una de sus manifestaciones) se estrella contra la aparición del mal en estado
puro, pues este daño no tiene explicación ni justificación. No tiene móvil ni motivos
y, por supuesto, no tiene castigo y muy pocos culpables son capturados. El
miedo, el terror y la paranoia se extienden por la ciudad como un cáncer
irreversible, que provoca que una maestra se suicide porque no quiere vivir en
una ciudad donde matan mujeres de esa manera cruel y despiadada.
Desde esta perspectiva, 2666
es más que un policial, una novela sobre el mal y la maldad, una obra moralista
que busca sacudir la conciencia de los lectores, adormecida por la presencia
anestesiante de internet, que nos hace ver el horror y la maldad como algo
natural y aún necesario. Esa maldad a la que nos vamos acostumbrando./ Eloi Yagüe
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