jueves, 13 de septiembre de 2012



2666, primera reflexión


En esta novela predomina la muerte y la desolación. Y sin embargo, cuesta terminarla, como si a última hora se quisiera prolongar su sabor. ¿Estructura abierta o novela inacabada? ¿Qué es después de todo una novela inacabada? La novela póstuma de Roberto Bolaño merece un detenido análisis como inusual expresión de un grande esfuerzo narrativo.
No voy a caer en la discusión estéril de si le sobran o le faltan páginas. Pienso que las 1120 que tiene le fueron suficientes a Roberto Bolaño para demostrar de qué es capaz como narrador veterano. Estructurada en cinco bloques: La parte de los críticos, La parte de Amalfitano, La parte de Fate, La parte de los crímenes y La parte de Archimboldi, se dice que, antes de ser partes, fueron novelas independientes y que fue decisión de los herederos del escritor chileno y de su editor Herralde, lanzarlas al mercado como una sola obra, pues así la consideran.
En verdad todas están relacionadas y hay un “centro oculto”, como señalaba Bolaño. Pero este centro podría ser un concepto, no necesariamente un lugar, como señala el crítico Ignacio Echevarría, quien afirma que ese centro es Santa Teresa (alteridad de Ciudad Juárez, la ciudad mexicana donde matan a las mujeres).
Para mí el “centro oculto” es la maldad, la maldad como concepto, como abstracción, como motor que impulsa a la novela hacia su núcleo dramático (y temático) que son los feminicidios como manifestación de ese “horror”, el mismo que trabaja Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas.
Esa maldad es lo que provoca los crímenes de las mujeres (muchas de ellas niñas, para mayor indefensión) en esa ciudad hipotética que pudiera ser Ciudad Juárez o Tijuana, lo que importa es que se trata de una urbe cercada por el desierto, o sea, por la esterilidad. De ahí el epígrafe de Baudelaire: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”.
Lo que está en el centro, repito, es la maldad, esa fuerza ciega que lleva a la destrucción y ciertamente un alemán medio loco no es el asesino de todas las mujeres aunque, en efecto, haya matado algunas. La cosa no es tan fácil. Los homicidios son una obra colectiva producto de un furor anónimo, un exterminio sistemático cuyo responsable final no tiene nombre ni apellido, ni siquiera el de Klaus Haas. Es como intentar achacarle a Hitler la responsabilidad entera del asesinato de millones de seres humanos. Si bien él dio la orden, la ejecutó un ejército de incondicionales de los cuales no todos estaban locos, aunque entre ellos había verdaderos criminales.
Por eso 2666 no es una novela policial: aunque hay crímenes y una investigación en marcha (que no concluye con el arresto de Klaus pues los homicidios prosiguen aún con él en la cárcel) y un proceso judicial que en un momento dado cae en el limbo, como suele suceder en nuestros países latinoamericanos. Lo que no hay es un móvil, un por qué. La tesis del cine snuff (pornografía de la muerte) es apenas una posibilidad tal vez cierta como explicación de algunas muertes, pero nada termina de justificar la matanza de mujeres, todas con un modus operandi similar: estrangulamiento con fractura del hueso hioides.
La racionalidad (de la cual la mentalidad policial es apenas una de sus manifestaciones) se estrella contra la aparición del mal en estado puro, pues este daño no tiene explicación ni justificación. No tiene móvil ni motivos y, por supuesto, no tiene castigo y muy pocos culpables son capturados. El miedo, el terror y la paranoia se extienden por la ciudad como un cáncer irreversible, que provoca que una maestra se suicide porque no quiere vivir en una ciudad donde matan mujeres de esa manera cruel y despiadada.
Desde esta perspectiva, 2666 es más que un policial, una novela sobre el mal y la maldad, una obra moralista que busca sacudir la conciencia de los lectores, adormecida por la presencia anestesiante de internet, que nos hace ver el horror y la maldad como algo natural y aún necesario. Esa maldad a la que nos vamos acostumbrando./ Eloi Yagüe