martes, 10 de noviembre de 2020

Venezuela, ¿una realidad de novela negra?

 

 Siempre me he preguntado por qué se conoce tan poco la literatura venezolana en el mundo. Es algo que aún no me he podido responder. No es por falta de escritores. Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri, por citar solo dos, habrían merecido el Premio Nobel de Literatura por la calidad de su obra. Pero dejemos que sean los estudiosos de la literatura los que traten de responder esa pregunta.

La narrativa venezolana es eminentemente realista. Un país que durante todo el siglo 19 prácticamente estuvo en guerra, primero en la de independencia, y después hubo conflictos internos de todo tipo: alzamientos, motines, revoluciones. Tal vez por ello, en Venezuela siempre hubo poco espacio para la imaginación: leer y escribir fue actividad de élites ilustradas que generalmente preferían las evasiones románticas o modernistas antes que enfrentar la realidad, una realidad caracterizada por la injusticia social, la inequidad y los problemas sociales heredados de 300 años de colonia.

La primera novela con elementos policiales de Venezuela fue escrita por una mujer y publicada en 1889. Se trata de la novela Un crimen misterioso, de Lina López de Aramburu, conocida con el seudónimo de Zulima, lo cual tiene mérito pues Estudio en Escarlata, la primera novela protagonizada por Sherlock Holmes, data de 1887, es decir apenas dos años antes.

Un crimen misterioso en realidad es una novela romántica pero comienza con el hallazgo de un cadáver en un mercado de Caracas. Gran novedad. Sin embargo hasta allí llega la referencia policial. En esta obra se observa como telón de fondo los enfrentamientos entre liberales y conservadores que caracterizaron este periodo.

El realismo social llegó para instalarse en la narrativa, mientras que la poesía fue eminentemente romántica o modernista.  Los escritores venezolanos, acosados por la violencia, la inestabilidad política, la censura y la represión establecida por largas dictaduras, reflejaron en sus obras, de una forma u otra, la larga lucha del pueblo por la libertad y la justicia.

Escritores como José Rafael Pocaterra, los mencionados Gallegos y Uslar Pietri, Enrique Bernardo Núñez, Ramón Díaz Sánchez, Teresa de la Parra, Eduardo Pardo, Urbaneja Achehpolh, rindieron tributo a este realismo social. Es como si los escritores venezolanos, obsesionados tanto con la historia como con la realidad inmediata del país, se hubieran sentido llamados a reflejar estas circunstancias en sus obras.

Mientras en Argentina Jorge Luis Borges dirige a partir de 1945 la colección “El Séptimo Círculo”, que da a conocer al público de lengua castellana los principales títulos de novela negra y policial anglosajona, lo policial aún no se manifiesta en la literatura venezolana sino de manera tangencial y marginal.

Andrés Mariño Palacio publica en 1946 un cuento titulado Muerte en el Callejón donde aparece un cadáver en un barrio de Caracas y mientras la policía levanta el cuerpo, el narrador se pregunta si fue él el asesino. Guillermo Meneses, uno de nuestros mejores narradores escribe su cuento más famoso titulado La mano junto al muro en el que un investigador, que lleva un sombrerito ladeado, se pregunta quienes fueron los asesinos de una prostituta que aparece muerta en un  burdel portuario.

Lo policial aparece como parodia, experimento, intento, pero nunca trabajado con fuerza y desde adentro, como una vertiente literaria respetable. Es como si los escritores venezolanos desconocieran o no le dieran importancia a la ya larga tradición literaria del policial.

En 1958 cae la dictadura de Pérez Jiménez. Militantes políticos escriben obras en la que dejan constancia de la represión. La literatura de denuncia, testimonial, de prisión, prolifera en Venezuela y no deja de ser importante hasta nuestros días.

En la década de los sesenta, llamada la década violenta, la actividad guerrillera en Venezuela genera una literatura testimonial de la militancia política de izquierda y su secuela de cárcel y represión.

Dos narradores brillan con luz propia en esta etapa: Salvador Garmendia y Adriano González León. Este último gana en 1967 el prestigioso premio Seix Barral Biblioteca Beve con País Portátil, una novela que traza un recorrido histórico de la violencia en Venezuela a través de Andres Barazarte un personaje equivalente al Leopold Bloom del Ulises de Joyce.

El nacimiento de la literatura propiamente policial en el país tendrá que aguardar, paradójicamente, al surgimiento de una policía técnica judicial, es decir una policía profesional, en la etapa democrática, pues en Venezuela la policía siempre había sido política y su función era la de reprimir a los opositores.

No debe extrañar, por lo tanto que el primer escritor policial de Venezuela haya sido un policía: Fermín Mármol León funda el género en 1978 con la publicación de Cuatro crímenes, cuatro poderes, libro del cual el escritor Arturo Uslar Pietri (Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1990), dijo que era el peor escrito que había leído pero el más interesante.

En verdad Cuatro crímenes cuatro poderes no es una novela sino una serie de crónicas, redactadas en el más puro estilo forense, sobre casos que había manejado Mármol León en su condición de jefe de Homicidios de la extinta PTJ (Policía Técnica Judicial) que impactaron en su momento a la opinión pública pues involucraban al poder político, al económico, al eclesiástico y al militar.

Si bien su escritura carece de imaginación y de vuelo literario, no se puede negar que Mármol León tuvo la valentía de ventilar en público los trapos sucios del poder y nadie le quita su condición de pionero. Considerado el libro más vendido en la historia editorial del país (700 mil ejemplares a la fecha), fue llevado al cine por Román Chalbaud en las películas Cangrejo I y II (cangrejo, en argot policial es un caso difícil pero resuelto).

Cuatro crímenes cuatro poderes no era novela ni era negra. En sentido estricto, este género surgió en Estados Unidos a raíz de la crisis económica y social de los años 20 y 30 del siglo pasado, caracterizada por desempleo, corrupción generalizada y surgimiento de poderosas mafias criminales en el marco de la producción y contrabando de alcohol, actividades penadas por la Ley Volstead o Ley Seca.

La novela negra norteamericana tuvo autores tan representativos como Dashiell Hammet, Raymond Chandler o Jim Thompson, y codificó la figura del detective privado, un antihéroe literario caracterizado por ser una especie de vengador solitario provisto de un rígido código de ética personal, así como de una enorme capacidad de ingesta alcohólica y cierta misoginia.

En Venezuela, la novela negra, considerada como la novela social por excelencia según el concepto de Paco Ignacio Taibo II, gran gurú hispanomericano del género, tuvo que esperar hasta los convulsos 80 para irrumpir con fuerza. Tal vez porque fue en esa década que se produjeron los primeros síntomas de una generalizada crisis económica, política y social que derivó en el Caracazo, la conmoción social del 27 de febrero de 1989, que dio al traste con el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez y allanó el camino para el arribo al poder, nueve años más tarde, de Hugo Chávez.

En los años 80 irrumpe en el panorama editorial Marcos Tarre, arquitecto y columnista de El Nacional en materia de seguridad (luego –también él– sería jefe policial). Tarre creó al comisario Gumersindo Peña, primer personaje serial de la literatura policial venezolana, desarrollando una saga que ya cuenta con varios títulos: Colt Comando 5.56 (1983, llevada al cine en 1987), Sentinel 44 (1985), Operativo Victoria (1988, finalista del premio Rómulo Gallegos), Bar 30 (1993), Bala Morena (2004), Rojo Express (2010).

En 1998, Eloi Yagüe Jarque gana el premio Semana Negra de Gijón al mejor relato policial con la Inconveniencia de servir a dos patronos. En 1999 aparece su novela negra Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela, primera de la saga del periodista Castelmar, la cual fue finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2001, y en 2000 su libro de relatos Esvástica de Sangre que incluye el mencionado y el que le da título al libro, que obtuvo el premio Carlos Castro Saavedra, en Medellín.

La novela negra empieza a tener adeptos en Venezuela, como lo demuestra un público que sigue fielmente a autores tales como Manuel Vázquez Montalbán, Andrea Camilleri o Henning Mankell.

Sin embargo no es sino hasta 2005 cuando el editor Leonardo Milla se atreve a lanzar Alfa 7, la primera colección nacional de novela policial. Durante varios años, hasta su fallecimiento en 2008, publicó a autores como José Pulido (La canción del ciempiés), Roberto Echeto (No habrá final), Ana Teresa Torres (El corazón del otro), Valentina Saa Carbonell (La sangre lavada), Luis Medina (Matándolas a todas), Alberto Arvelo Ramos (Honestidad), Alexis Rosas (Los últimos pájaros de la tarde) y Marcos Tarre (Bala Morena).

Tras un paréntesis de varios años, en los que algunos autores emergentes como Fedosy Santaella o Héctor Bujanda, utilizan en sus narraciones técnicas, atmósferas y estructuras propias del policial, Ediciones B decide lanzar una nueva colección, llamada Vértigo, y le encomienda a la escritora Mónica Montañés su diseño. Ella decide que las novelas a publicar girarán alrededor de la situación de la mujer en Venezuela, bien sea como victimaria o como víctima.

En septiembre 2012 fue presentado el primer título: La segunda sagrada familia, de Inés Muñoz Aguirre. Posteriormente fueron publicados Eduardo Sánchez Rugeles (Jezabel), José Manuel Peláez (Por poco lo logro), Wilmer Poleo Zerpa (Guararé), María Isoliett Iglesias (Me tiraste la hembra p’al piso), José Pulido (El requetemuerto), Valentina Saa Carbonell (Óyeme con los ojos), Eloi Yagüe (Amantes Letales) y la propia Montañés (La víctima perfecta).

Actualmente la novela negra en Venezuela se encuentra frente a una paradoja. Por un lado, en el país  se vive una crítica situación económica, social y política, similar a la que dio origen a la novela negra norteamericana; por el otro, sin embargo, no hay incentivos para publicar, no hay papel, ni tinta, ni premios, ni editores dispuestos a apostar por el género.

En el país se calculan unos 24 mil homicidos al año; a la vez proliferan las denuncias de corrupción generalizada en los más altos estamentos; existe un alto índice de impunidad, así como la presencia del crimen organizado en mafias dedicadas al narcotráfico, al contrabando y al lavado de dólares; todos estos son elementos que configuran un caldo de cultivo favorable para la aparición de un poderoso movimiento de novela negra.

Empero, una vez más la realidad parece ganarle la partida a la ficción. Los libros más vendidos en el país son escritos por periodistas y tienen que ver con casos criminales de la vida real, como el del psiquiatra Emundo Chirinos o el asesinato de la modelo Mónica Spears, que si bien cumplen la función de ser puntuales carecen de vuelo literario.

La novela negra se encuentra en pausa en este momento en Venezuela. Los escritores se plantean otros retos y muchos ya se han ido del país. Tal vez se pierda el empuje inicial que llevó a un florecimiento de esta vertiente literaria. De ser así, habrá que ponerle el sello de “caso cerrado” a la historia de un género que murió sin haber llegado a conocer la madurez.

Sin embargo, algunos autores persistimos en la convicción de que la novela negra puede ser la herramienta más adecuada para aprehender la compleja realidad política, económica y social en que se ha convertido la Venezuela de hoy.  Seguramente lo más difícil será desarrollar un personaje como Kurt Wallander, un policía honesto que llegue hasta las últimas consecuencias. Pero en eso estamos.

                            Eloi Yagüe Jarque / Tenerife Noir, marzo 2016