jueves, 5 de octubre de 2023

17 RUBÍES POR SIEMPRE / por Eloi Yagüe Jarque / relato premiado en el Festival Lloret Negre 2023

 


El comisario Marcano manejaba su viejo Fiat Uno por la autopista Francisco Fajardo, la gran vía que corre de este a oeste por el centro del valle de Caracas, separados ambos sentidos por el cauce del río Guaire. En cierto punto del recorrido siempre se forman trancas en las dos direcciones. Aquel lunes en la mañana no era distinto. Los cuatro canales de la autopista, en sentido este, estaban llenos de carros que avanzaban con lentitud.

Conocedores de este fenómeno, los habitantes de San Agustín, Hornos de Cal, La Charneca y La Yerbera, barrios situados en los cerros cercanos, bajan hasta la autopista para vender agua, refrescos, chucherías y devedés piratas. Los vendedores caminaban entre las hileras de vehículos esquivando a los motorizados que rodaban a gran velocidad, evitando a su vez los espejos retrovisores de los carros. Por encima de ellos circulaban las cabinas de los funiculares que cubren el servicio de transporte de San Agustín.

Marcano sudaba, dudando entre bajar los vidrios o conformarse con la escasa frescura que arrojaban los ductos del aire acondicionado. No le gustaba viajar con los vidrios arriba, especialmente cuando estaba atrapado en una cola pues le molestaban el ruido y el humo. Además sabía que en ese sector hay ladrones que se aprovechan de los conductores desprevenidos. Y que a él, aunque fuera policía de civil y anduviera armado, su placa no lo salvaría de ser atracado.

Marcano manejaba por el “canal rápido”, que en ese instante no hacía honor a su nombre. A su izquierda corría el río Guaire, al fondo de un cauce de cemento. La fila de la derecha avanzaba mientras que la suya permanecía estática. “Para variar”, pensó. “Siempre avanza más la fila donde no me encuentro y si cambio de canal avanzará, sin duda alguna, la fila donde estuve antes. El Principio de Peter, creo que lo llaman”. Aunque, en realidad, Marcano no sabía quién era ese personaje.

Pensó en cambiarse al canal de la derecha pero era una maniobra riesgosa puesto que los motorizados circulaban a mucha velocidad entre las filas de carros y el suyo carecía de espejo retrovisor derecho a causa, precisamente, del golpe propinado por un motorizado que lo tumbó sin siquiera detenerse a pagarle el destrozo.

De todos modos, miró a su derecha y vio desconsolado los carros avanzar. Uno de ellos, un lujoso vehículo japonés, iba con la ventanilla del conductor abajo, por lo que pudo ver que lo manejaba un hombre maduro, con aspecto de ejecutivo, que iba solo en el carro y que apoyaba el brazo en la puerta en posición vertical mientras que la mano izquierda agarraba la parte superior del marco de la ventanilla. La manga de la camisa dejaba ver un reloj reluciente que parecía costoso. “Demasiada tentación”, pensó, acostumbrado como estaba a ponerse en el lugar de los delincuentes para comprender mejor su mentalidad.

El carro avanzó y lo perdió de vista. Su fila empezó a moverse. “Ya era hora”, consideró mientras soltaba el embrague y aceleraba. La fila siguió avanzando y cambió a segunda. La fila de la derecha se detuvo. En instantes, su carro casi alcanzó al del ejecutivo. De pronto, salió un tipo de la nada y se acercó a la ventanilla del carro japonés. No era un vendedor, no portaba artículos. Pero lo que sí vio Marcano, en apenas un segundo, fue el resplandor plateado de una pistola con la que el sujeto encañonó al ejecutivo.

Marcano agarró con la mano izquierda el volante y con la derecha la pistola que llevaba siempre entre las piernas. Todo ocurrió muy rápido: el atracador habló con el conductor, éste forcejeó, sonaron disparos. El atracador le sacó el reloj de la muñeca y salió corriendo entre las filas de carros.

Marcano apagó su máquina y salió empuñando la pistola. Cuando llegó al vehículo japonés el hombre agonizaba con un tiro en el pecho. “Este se jodió”, pensó al verlo. Le revisó el pantalón y sacó una billetera llena de euros que se guardó en el suyo. Revisó la chaqueta del hombre. Tenía un pasaporte italiano y un ticket de avión, ya usado, que volvió a colocar en su lugar. “¡Llamen a Emergencia!”, gritó a los conductores que se acercaban temerosamente, antes de salir corriendo en la misma dirección que el asaltante.

Éste había atravesado tres canales de circulación y ya había llegado al borde de la vía, que era una franja de tierra de unos cinco metros. Más allá había varias entradas que conducían al interior de un barrio construido al borde mismo de la autopista. El individuo entró por una de ellas, apenas más ancha que un hombre fornido.

El barrio era un laberinto de casas construidas desordenadamente. La calzada era estrecha y a veces se perdía de vista entre los recovecos. Lo siguió, aunque no le gustaba la situación: si conocía el barrio sabría dónde esconderse. O peor aún: podría meterse en cualquier casa y hasta tomar rehenes.

Corría sin detenerse. Era peligroso, pues tras cualquier recodo podía estar esperándole, apuntándole. Sin embargo, esto le dio ventaja y tras doblar una esquina lo vio a cierta distancia. Estaba a tiro. Era ahora o nunca. Se detuvo, apuntó y disparó. Le dio en una pierna haciéndolo caer. Pero volvió a incorporarse y siguió corriendo.

–¡Verga! Este coño’emadre es duro —masculló Marcano.

El sabueso siguió el rastro de sangre que lo llevó hasta un callejón ubicado en la parte trasera de unos galpones, una calle ciega donde no se veía a nadie. Los galpones hacían sombra y el callejón estaba en penumbra. Allí sólo había unos contenedores de basura. Detrás de uno de ellos lo encontró. Estaba en el suelo y se agarraba el muslo izquierdo. “Coño, me diste”. “Dame el reloj”, dijo Marcano. El sujeto se metió una mano en el bolsillo y le tendió el reloj. Marcano lo miró. Era un reloj extraño. No se parecía a ninguno que conociera. El modelo parecía antiguo. Definitivamente lo fascinaba. “Ayúdame, llévame al Clínico”, dijo el ladrón. Marcano lo ayudó a pararse. “Apóyate aquí”, le dijo recostándolo en un contenedor, al que abrió la tapa. Echó otra mirada alrededor. Nadie. Le puso la pistola en la cabeza y disparó una sola vez. Ayudó al cuerpo a deslizarse dentro del contenedor y lo volvió a tapar. Se devolvió por donde había llegado.

De regreso a la autopista ya había una nube de gente rodeando el carro japonés. Algunos conductores vecinos se habían acercado y llamado a Emergencia. Marcano mostró su placa y se acercó al vehículo. Corroboró que el italiano ya estaba muerto mientras se escuchaban sirenas policiales y de ambulancias.

Los forenses tardaron en llegar porque la tranca en la autopista era fenomenal. Las autoridades de tránsito trataban de aligerar el paso de vehículos en dirección este. Cuando llegó el comisario Augusto Tercio, su jefe, Marcano le contó su versión y le entregó el pasaporte.

–Yo venía en mi carrito y salí corriendo cuando vi el hierro. Pero no me dio tiempo, el choro fue muy rápido. Le robó el reloj y la billetera. Lo seguí pero se me perdió. Mire: el interfecto era ciudadano italiano.

Al ver el pasaporte puso cara de drama.

–¡Qué vaina! –exclamó–. Consulado. Embajada. Interpol. Más papeleo, más burocracia —dijo al tiempo que se tomaba una pastilla contra la acidez.

–Jefe, ¿quiere que lo persigamos en caliente? –preguntó Marcano.

Tercio miró hacia los cerros donde se retrepaban centenares de viviendas, conectadas por decenas de pasadizos, escaleras y vericuetos. Tuvo que hacer visera con la mano pues el sol a esa hora ya taladraba la ropa.

–No, vamos a dejarlo así. No tenemos personal suficiente. Mira, tienes sangre en la camisa.

–No es nada, jefe, me corté con una botella rota.

Revisaron el vehículo y extrajeron una maleta con ropa y efectos personales y un portafolio que contenía documentos. Estos señalaban que no era un turista cualquiera sino un representante para Suramérica de una firma relojera suiza. Había llegado a Venezuela no por placer sino por negocios. El carro lo había alquilado en una agencia del aeropuerto. Finalmente vino una grúa y se lo llevó.

En cuanto al ladrón, los vendedores de chucherías en la cola no lo conocían. Al parecer era un atracador solitario que se había apostado a un lado de la autopista esperando la oportunidad, de que apareciera algún imprudente, como el italiano, que viniera con el vidrio abajo y exhibiendo un reloj de marca.

Una vez en la comisaría Marcano contó de nuevo todo a una compañera. Era el procedimiento: había que levantar un informe. Marcano disfrutaba aderezando la historia con exageraciones: “El italiano se resistió al atraco, el atracador disparó varias veces, uno de los tiros fue mortal. Perseguí al sospechoso, le di la voz de alto y el susodicho abrió fuego accionando su arma, por lo que no tuve más remedio que disparar en defensa propia. Pero no le di y el sospechoso pudo escapar saltando un muro”.

Terminó el informe pasado el mediodía. Marcano le dio las gracias a la chica que lo ayudó –siempre le fastidiaba redactar informes– y se acercó a la oficina de su jefe para pedirle la tarde libre. Tercio se la concedió sin mirarlo siquiera: estaba ocupado en otros asuntos.

Antes de salir de la oficina fue al baño, se metió en un cubículo y cerró la puerta tras de sí. Con manos temblorosas sacó la cartera y contó los billetes. Había cinco mil euros, una verdadera fortuna para él, comparada con su exiguo sueldo de funcionario policial. Había otras cosas, tarjetas de crédito y carnets. Todos los cortó con su navaja y se deshizo de los pedazos echándolos al inodoro y bajando la válvula. Luego sacó el reloj y lo estuvo detallando un buen rato. Era hermoso. Se lo colocó en la muñeca y le pareció que lucía soberbio. Sin embargo no se hacía ilusiones: sabía que lo más probable es que tuviera que deshacerse de él. Conocía alguien que podría ayudarlo a hacerlo y de esa manera obtener un beneficio adicional. Lo que más le llamaba la atención era que en el interior de la esfera había una estrella en relieve. Eso lo hacía más original, quizás único. Con suerte sería un reloj de colección, sabía que en subastas en Estados Unidos u otros países pagaban hasta millones por objetos raros o curiosos.

Marcano decidió comerse un perro caliente en la esquina del cuerpo policial. Saludó al perrero, Juancito Guarinei, a quien conocía desde hacía años.

–Entonces, Juancito. ¿Cómo está la vaina?

–Aquí varón, en la lucha por la locha. ¿Cómo lo quieres?

–Chamo, sabes que me gusta con todo menos papitas.

–A veces no hay tiempo para nada.

Esta última frase se le quedó colgada al detective Marcano en el cerebro mientras masticaba la salchicha, pero en ese instante no supo de qué se trataba, aparentemente no tenía nada que ver con nada. Luego entendería, pero entonces no era el momento.

Después de almorzar se encaminó hacia la estación del Metro más cercana. Era de locos manejar hasta el centro. Se bajó en la estación Capitolio. A dos cuadras estaba el edificio La Francia. Caminó rodeando la sede de la Asamblea Nacional. Había una manifestación en la puerta, gente con pancartas gritaba consignas políticas. En las aceras, buhoneros exhibían sus mercancías junto a vendedores de libros, relojeros ambulantes, expendedores de jugo de naranja y de raspados de hielo.

“Compro oro roto, cambio dólares, euros”, susurraban individuos de aspecto inquietante que vestían monos Adidas, llevaban zapatos Nike, gorras de los Yankees de NY y cargaban pesadas cadenas doradas y/o plateadas. Ejercían su trabajo frente a los impasibles guardias nacionales que custodiaban el parlamento, aunque era una actividad ilegal.

Una galería llena de joyerías y tiendas de suvenires era el umbral del mercado negro de las divisas. Debió ser porque en tiempos inmemoriales, cuando iban turistas a Venezuela, los llevaban a conocer la parte histórica y a comprar oro cochano. Entonces la zona quedó marcada como de compraventa de divisas.

Marcano caminaba morosamente en busca de Coronado o algún otro cambista pero no consiguió a ninguno conocido. Prefería cambiar con alguien de confianza porque hasta esa actividad podía ser peligrosa: conocía a más de uno que habían atracado después de cambiar unos dólares.

Pensándolo mejor, prefirió dejar el cambio para otra ocasión y decidió concentrarse en el reloj. Estaba seguro de que sería un trabajo para el viejo Horowitz, si es que aún vivía.

Supo que había llegado cuando escuchó un apocalíptico “¡Lleve'l callicida! Lo mejor contra callos, cadillos, verrugas, forúnculos, golondrinos, papilomas”, que entonaba como una letanía un ciego que parecía inmortal y que para vender su producto –unos frasquitos que contenían un misterioso líquido rosado–, se apostaba en Las Monjas, la esquina suroeste de la Plaza Bolívar, al lado de la entrada al edificio La Francia, tradicional emporio de los joyeros, legales y no tanto, de la ciudad.

En la planta baja, y al final de un pasillo mal iluminado se hallaba, desde los tiempos de Moisés, el taller de Horowitz. Era un hueco húmedo, infecto y maloliente. Pero estaba totalmente enrejado pues allí, a pesar de lo feo del sitio, se manejaban millones. Un aviso de una marca de relojes que ya no existía, otrora luminoso hoy empolvado y lleno de telarañas, recibía al visitante e informaba que el nombre del local era Taller Horowitz.

Horowitz estaba viejo, como siempre. La barba era una maraña de pelos grises y un casquete de tela adornaba su cabeza. Era un hombre corpulento pero eso sólo se sabía cuando se levantaba para atender a algún cliente. Del resto, se la pasaba sentado tras su mesa de trabajo. Era el dueño y único empleado. Marcano lo conocía porque varias veces le había ayudado. Él compraba relojes de marca, aunque fueran de dudosa procedencia. El policía lo sabía y lo dejaba hacer. A cambio, lo ayudaba con información.

Era un hombre hosco y de carácter desagradable que siempre vestía de negro, olía a alfombra mojada y no se quitaba la chaqueta ni para trabajar. Pero era un verdadero especialista en relojes y sabía también de joyería. En la ciudad nadie más podía ayudarlo.

Cuando tocó el timbre ni siquiera levantó la cabeza de su trabajo. Sólo lo hizo cuando mencionó su nombre. Entonces lo miró, emitió una especie de gruñido, que significaba “ah, es usted”, y se levantó con movimientos lentos. Abrió la reja y desocupó una silla que había cerca de su mesa de trabajo, donde dormitaba un gato gordo y gris, del mismo color de la rabínica barba de Horowitz y seguramente tan viejo como él.

–¿Qué lo trae esta vez por aquí, sinior? –dijo con su voz aguda y chillona.

–Yo también me alegro de verlo. Sólo curiosidad, Horowitz. Tengo algo que le puede interesar. Véalo usted mismo.

Sacó el reloj de su bolsillo y lo puso en su mano derecha. Apenas lo vio tuvo una reacción inesperada: empezó a abrir la boca como si le faltara el aire, a respirar con rapidez y le pareció que palidecía por instantes. De pronto soltó una lenguarada en otro idioma, probablemente en yiddish.

Cuando se hubo repuesto preguntó ávidamente de dónde había sacado el reloj. Como sabía que esa pregunta era inevitable, Marcano tenía preparada la respuesta, la cual no se alejaba mucho de la realidad:

–Sólo puedo decirle que su último dueño fue un italiano que ahorita debe estar en la morgue. No puedo decirle más nada. Recuerde nuestro trato.

–Sí, es verdad. A ninguno de nosotros nos conviene saber mucho del otro. Pero este reloj… Es muy especial. ¿De dónde lo sacó?

–Por eso se lo traigo. Usted puede ayudarme a evaluarlo.

–¿Tasarlo quiere? Muy difícil. Este reloj es más peligroso que valioso.

–Tiene una estrella de David. Debe tener algún significado para ustedes.

–No, no. Estrella de David tiene seis puntas. Esta tiene cinco. Es un pentáculo. Símbolo del demonio.

–¿Cómo dice?

Por respuesta se levantó y fue a un rincón de su antro. Sobre unos archivadores metálicos, ya oxidados, había unos gruesos volúmenes empastados. Sacó uno y lo depositó sobre una mesa, levantando una nube de polvo. Lo consultó con ayuda de una lupa grande. Hojeó con cuidado las páginas, ensalivando los dedos. Por fin halló lo que buscaba.

–¡Este es! –dijo al tiempo que le mostraba su hallazgo.

Miró lo que le mostraba. Era un catálogo de relojes viejos. Estaba, en efecto, el suyo. Aunque era el mismo modelo, tenía variantes, comenzando porque en la esfera no había estrella. La foto tenía una leyenda explicativa, tal vez en alemán.

–Un reloj muy raro. Fabricado en Rumania antes de la guerra.

–Bueno, Horowitz, eso lo podía haber descubierto yo mismo en internet sin levantar tanto polvo.

Horowitz se hizo el ofendido y cerró el libro de un manotazo. Otra nube de polvo hizo estornudar a Marcano.

–¿Qué quiere usted de mí?

–Sólo quiero saber cuánto vale y si me puede ayudar a colocarlo en el mercado. Sé que hay coleccionistas dispuestos a pagar mucho dinero por él.

–¿Qué porcentaje?

–80 y 20.

–¿80 pa mí? –fue la primera vez que Marcano lo vio sonreír.

–¿Está loco? Le puedo dar 30. Me costó mucho conseguirlo.

–No lo dudo –dijo con cierta ironía–. Es muy difícil mercado coleccionistas. Debo pagar comisión agente Nueva York.

–¿No puede venderlo usted directamente?

–Usted sabe que no.

–Está bien, le ofrezco 40. Es mi última palabra.

–48 o nada.

–43.

–45.

–¡Coño, Horowitz! ¡No me gusta regatear!

–Salga y lléveselo.

–Está bien. 45. Acepto. Me doy por vencido con usted.

–Mire, estamos comenzando casa por techo –dijo el relojero–. Déjeme verlo con calma para tener una idea más completa.

Le volvió a dar el reloj, se acomodó el monóculo para ver de cerca y aproximó la lámpara.

–Hum. Cronus, sí –musitaba mientras daba vuelta al reloj con sus dedos y con movimientos certeros sacaba la correa–. De antes de la guerra. Reloj de cuerda. Mecanismo suizo, 17 rubíes –dijo haciendo saltar con habilidad la tapa posterior con ayuda de una navaja.

–¿Cómo dice? —preguntó Marcano, que casi no lo escuchaba.

Relojes analógicos, o mecánicos, funcionan con 17 rubíes.

–No lo sabía.

–Claro, usted sólo conoce relojes digitales baratos, “Made in China”. Relojes como este hoy en día ya casi no se fabrican. Rubíes permiten movimiento de los componentes. Resisten la fricción. Es una de las cuatro gemas principales junto con el diamante, el zafiro, la esmeralda. Raros y caros. Hay en Ceilán –hoy Sri Lanka–, Birmania, La India.

–Entonces, ¿los rubíes son valiosos?

–Eso depende de si son naturales o artificiales. A partir de 1923, más o menos, se empezaron a fabricar artificiales. El reloj no tiene fecha pero calculo que es de la década del 20 o 30. En todo caso, de antes de la guerra. Habría que chequear el serial.

–¿Y si son naturales? ¿Cuánto pueden valer?

–Hay varias durezas, diversas tonalidades. La más cara se llama sangre de unicornio. Es de un rojo oscuro, casi negro, parecido al granate, carbunclo.

–¿Si fueran naturales podrían valer más que el reloj?

–Puede ser. A menos que haya un comprador que esté dispuesto a pagar un precio muy alto por esta pieza.

–¿Quién querría y podría pagar un precio tan alto?

–Obvio: un miembro poderoso de una secta satánica.

Lo dijo sin reírse y Marcano no le creyó.

–Usted y sus sectas.

–Hablo en serio –respondió haciéndose el ofendido–. Hay más de las que usted cree. Hasta en Israel tenemos. Hace poco desmantelaron una. Celebraban el cumpleaños de Hitler.

–El mundo está lleno de locos. Me interesa saber el valor de los rubíes. Creo que será más fácil hallar un comprador de gemas que un millonario diabólico.

–Como usted quiera. Pero para avaluar las joyas tiene que dejarme reloj. No es mi ramo. Debo mostrárselo a un colega.

–¿Dejarle el reloj? Usted debe estar mal de la cabeza –dijo Marcano haciendo ademán de marcharse.

–Piénselo si quiere. No tiene muchas opciones.

–Mejor me lo llevo.

–Le advierto una cosa –dijo Horowitz en tono confidencial–: Tenga cuidado con ese reloj. Los rubíes representan la sangre, la energía vital. Además son eternos, inmortales. Por si fuera poco, fue hecho en Rumania. ¿No le dice nada? Vlad el Empalador, Vlad Dracul, Draculea, el conde Drácula. ¿Le suena?

“Otro loco más”, pensó Marcano, contrariado. Mientras se alejaba por el pasillo del edificio escuchó a sus espaldas la desagradable voz de Horowitz diciendo: “¡A veces no hay tiempo para nada!”. Y luego, el ruido de una reja al cerrarse.

Marcano caminó de nuevo al Metro y se dirigió hacia el cuartel policial donde tenía su carro estacionado. Lo sacó y se dirigió a La Candelaria, el barrio español de Caracas, en busca de un bar. Tenía que hacer tiempo hasta la noche. Por suerte se encontró unos amigos y entraron a la tasca Visca el Barça donde jugaron unas partidas de dominó sin apostar plata, porque era fin de mes y nadie había cobrado. 

Marcano disfrutaba la sensación de tener los bolsillos repletos de dinero sin que nadie lo supiera. Ya habría tiempo de celebrar. De todos modos se tomó unos whiskys y le pidió a Manolo que los anotara en su cuenta. Necesitaba entonarse pues le tocaba una tarea desagradable. Mientras bebía, admiraba el reluciente reloj en su muñeca. “¿Sangre de vampiros?”, pensó. “Este Horowitz sí que está loco’ebola”. 

Hacia las diez de la noche salió de la tasca, se montó en su carro y se dirigió hacia San Agustín del Sur. Tenía que deshacerse de ese cuerpo, quisiera o no. Era demasiado comprometedor dejarlo allí. Mientras manejaba pensaba que ojalá nadie lo hubiera descubierto, aunque estaba casi seguro de que eso no había ocurrido pues el callejón entre ambos galpones –que estaban abandonados– parecía ser un sitio bastante solitario.

La tarea era desagradable pero tendría su compensación. El tema era saber si los rubíes eran artificiales o naturales. Al día siguiente, cuando fuera a la comisaría, le pediría a Marlenys, la secretaria del jefe, para que lo ayudara e identificar el reloj. Ella manejaba el ordenador mucho mejor que él, y podía consultar en alguno de esos chats de Inteligencia Artificial que están de moda. Para compensale tendría que invitarla a almorzar y quién sabe. Marcano tuvo un breve pensamiento obsceno pero enseguida lo descartó, no podía perder tiempo deleitándose en fantasías eróticas. 

Estacionó en retroceso para facilitar el trabajo. La idea era sacar el cadáver del contenedor y arrastrarlo hacia la maleta del carro. Había un farol que emitía una luz discreta pero molesta. Marcano lo apagó de un tiro. Ahora sí, la oscuridad era más conveniente a sus propósitos. Empero, la penumbra no era absoluta pues una luna llena brillaba en el cielo.

Caminó con cuidado, la pistola empuñada y pegándose a los muros. Finalmente llegó al grupo de contenedores. No se acordaba en cuál había echado el cadáver. Eran tres. Abrió el primero. Sólo basura. Abrió el segundo. Una rata brincó asustada. Abrió el tercero. Vacío.

–A veces no hay tiempo para nada.

La voz a sus espaldas le resultó conocida. Sintió que la sangre se congelaba en sus venas. Volteó. Vio una figura encapuchada, recortada a la luz de la luna. Sin pensarlo, Marcano disparó. Los fogonazos iluminaron los rugosos muros, cubiertos de grafitis. Cuando se acabaron las balas, la figura se quitó la capucha, antes de saltarle al cuello.

Un brillante reloj cambió de muñeca en la noche.

Las detonaciones no asustaron a nadie, en el barrio están acostumbrados.


jueves, 9 de febrero de 2023

"Fumadores de Manos sucias": el extraño resplandor de los perdedores

 

No hay en estas historias, firmadas por Jerónimo García Tomás, escenarios opulentos, luces de Hollywood o resplandor de marquesinas. Si acaso el reverso de esos brillos suntuosos, como en ¿Acaso no matan a los caballos?, de James, M. Cain un clásico de la novela negra que muestra la otra cara de Hollywood. Las locaciones, como dirían los amantes del cine, son de lo más cotidianas: Una gasolinera en una autopista, un barrio con predominio de extranjeros, que en Valencia pudiera ser Natzaret, un mercado popular, el interior de un cajero automático, un almacén. 

¿Qué importancia puede tener lo que ocurre dentro de un gran almacén, como el de Amazon que está en Paterna? En estos lugares trabajan operarios que deben mover, mediante montacargas, 600 palés diarios en cada jornada laboral. El que no cumpla con esta cantidad sabe que no le renovarán el contrato. Esta circunstancia ya de por sí es el caldo de cultivo de numerosos conflictos.

El narrador de oficio sabe que una buena historia, una de esas jugosas, que nos puede servir para tocar el nervio de la condición humana, puede ocurrir en cualquier parte. Y ahí, en un almacén, transcurre Fumadores de manos sucias, que considero una novela breve, pese a que está integrada por siete cuentos. Y lo que le da la unidad es que todos reflejan el mundo de los perdedores. 

No temo revelar el final, no temo al spoiler, simplemente porque la mayoría de estos relatos desarman la estructura clásica de la narración, que desde Aristóteles ha sido introducción desarrollo y desenlace. No es el caso de Jerónimo. En sus cuentos lo que importa, y mucho, es la tensión ambiental, son cuentos meteorológicos, porque en ellos la atmósfera se va cargando de electricidad. Pero a la vez, esta carga no siempre se resuelve en rayos y truenos. Son cuentos al estilo de Chejov, quien recomendaba a los escritores quitar el comienzo y el final de sus narraciones para que quedara lo más sustancioso, el núcleo del conflicto, evitando las tediosas explicaciones.

Jerónimo García Tomás

Lo mejor de la narrativa de Jerónimo es su capacidad para trasmitir estados de ánimo a través de sus personajes cuyas características es capaz de delinear con pocos trazos. Más que minimalista, la prosa de Jerónimo es sobria, parca; no se demora en descripciones ni mucho menos en digresiones. Todas sus tramas corren sobre rieles bien lubricados, sin tropiezos ni dilaciones innecesarias. 

En sus cuentos no hay espacio para el falso suspense, aquel que se logra solo mediante interrupciones del discurso narrativo con elucubraciones, evocaciones o cualquier otro truco que sirva para demorar el inevitable desenlace. Todas las acciones y las palabras van hacia su culminación en un todo coherente. Lo que quiero decir es que en los relatos de Jerónimo García Tomás, el suspense, que lo hay y mucho, no está planteado de forma artificial, sino que surge de la misma trama de manera natural. Y esto ya es un logro de escritor maduro.

Esa sensación de tragedia inminente está presente en casi todos sus relatos. Pongamos por caso No me moveré de aquí. Susana y Julián dialogan en un bar sobre una situación que el lector no conoce pero la conversación, aparentemente anodina al principio, se va cargando hasta motivar la acción. Es un diálogo que presagia un drama, como pasa en Los asesinos de Hemingway. Ocurre lo mismo en El intérprete, aunque el final es más previsible. 

Por supuesto, este tipo de narración exige un esfuerzo del lector. Jerónimo te da lo estrictamente necesario para que tú construyas la historia en tu cabeza, con tu imaginación. Es como lo quería Cortázar. Bueno, Julio hablaba de lectores hembra y lectores macho, terminología que hoy a algunos puede parecer políticamente incorrecta. Pero quedémonos con lo sustantivo que señalaba el escritor argentino: estos cuentos exigen lectores capaces de ser no solo espectadores pasivos sino co-creadores de las historias. 

Fumadores de manos sucias es un libro que estimula la imaginación.

El estilo literario de Jerónimo participa de la escuela anglosajona que tiene una larga tradición de cuentistas notables desde Edgar Allan Poe, pasando por Ambrose Bierce, Melville, el autor de Bartleby, por supuesto; Hawthorne, y más recientemente Faulkner, Hemingway, Jim Thompson, Raymond Carver. Casi todos ellos incursionaron en el periodismo, no le hicieron ascos al relato breve, a la novela breve, a publicar en revistas y periódicos. Tradición que ha tenido reflejo propio en América hispana, cantera de extraordinarios cuentistas desde Rulfo en adelante pasando por Borges, el propio Cortazar, Horacio Quiroga, Juan Carlos Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, y un largo etcétera.

Tal vez por eso, por el hecho de escribir para diarios y revistas y por lo tanto tener que respetar cierto número de palabras, hay toda una tradición anglosajona de la brevedad y de la objetividad, o conductismo, es decir de aquella narrativa que más que describir estados de ánimo, o sentimientos, prefiere construir los personajes por sus gestos, actitudes, acciones y palabras. Lo que llamaríamos, entre nosotros, la descripción dinámica.

Ahí está por ejemplo el temblor del labio de Clara en Gasolineras, una leve contracción muscular que denota todo un tormento interior; el gesto de Damián de tomar licor de arroz en el bar de la esquina, en El intérprete, o el gesto de fumar con las manos sucias de Gerardo el protagonista del cuento que le da título al libro. Todos los gestos aquí tienen mucha importancia.

En pocas palabras, Jerónimo, que es Filólogo especializado en literatura inglesa, logra conciliar dos tradiciones aparentemente opuestas. A nuestra hispánica afición por la palabrería, por el sentimentalismo y por el costumbrismo, contrapone una sobriedad que contrasta con nuestros frecuente excesos melodramáticos; a la vez integra la tradición de una literatura que en algún momento convirtió al loco en antihéroe e hizo del pícaro el protagonista de notables obras narrativas.


lunes, 11 de enero de 2021

Fernando Castelmar entrevista a Eloi Yagüe: "Volveré a la novela negra"


En Octubre de 2000 salió publicado en Bogotá un libro singular, titulado Esvástica de sangre. La singularidad en primer lugar residía en el título, en el hecho de que se trataba de un libro de cuentos y que había sido escrito por un autor venezolano, nacido en España y publicado en Colombia. Si a ello sumamos que la editorial Norma que lo publicó no existe al día de hoy, veremos que la singularidad se cierra. Tampoco existen los premios que ganaron dos de los cuentos. Casi pudiéramos decir que es un libro fantasma, como casi todos. Pero para eso, para luchar contra el olvido, nos acercamos a su autor. Porque para él sí que existe el libro y, sobre todo dos personajes inolvidables que nacieron en sus páginas: el periodista Castelmar y el comisario Dávila.

Fue la presentación en sociedad de Eloi Yagüe Jarque (Valencia de España, 1957) como escritor de relatos policiales o que recrean las atmósferas de la novela negra. Desde ese momento Yagüe ha publicado siete libros de cuentos y cinco novelas, la mayoría en la línea policial. 

–Sí, bueno, a partir de ahí me pusieron la etiqueta de escritor de novela negra. Pero mi primer libro, El Nexo Vertical (1990) era de cuentos fantásticos.

–Pero es escritor de novela negra, ¿cierto?

–Sí, claro. Pero no exclusivamente.

–¿Y qué le gusta más escribir cuento o novela?

–Son experiencias diferentes. La novela requiere una mayor planificación, una mayor perseverancia y ciertamente una mayor dosis de paciencia. No descubrí que podía escribir novela hasta pasados los 40 años cuando Planeta me publicó Las alfombras gastadas de Gran hotel Venezuela, que es un policial en regla, aunque algunos le niegan la condición de novela negra.

–Volviendo a la pregunta…

–Gracias por no dejarme desvariar. El cuento me permite una mayor libertad creativa, pone a prueba tanto mi imaginación como mi capacidad narrativa. El cuento es una experiencia límite de la escritura, es un artefacto explosivo que explota o no explota. Lo ideal es que te explote en las manos, si no, no funciona. La experiencia de un cuento, tanto la escritura como la lectura, es fugaz e intensa, como un orgasmo. En el cuento me siento más libre, por eso la mayoría de mis relatos son fantásticos y me encanta el género de terror, me confieso lovecraftiano.  

Esvástica de sangre consta de trece cuentos. Dos de ellos fueron premiados internacionalmente. El primero, el que le da título al libro, fue finalista en 1995 del Premio Carlos Castro Saavedra de Medellín, un premio que ya no existe; el segundo, La inconveniencia de servir a dos patronos, obtuvo en 1998 el Premio Juan Rulfo, de Radio Francia Internacional, al mejor relato policial. Otro premio que desapareció.

–Este premio, tampoco existe ya porque los familiares de Rulfo interpusieron quejas o demandas Pero en aquel momento existía con ese nombre y la Semana Negra de Gijón, patrocinaba ese premio, que se otorgaba al mejor relato policial. Era bastante prestigioso. En su versión general lo ganó el escritor venezolano Salvador Garmendia, tuve el honor de que presentara mi libro en la librería Macondo, en  Caracas. 

–¿Por qué cree que su cuento ganó un premio tan concurrido?

–La inconveniencia… es un cuento bastante latinoamericano. Es decir, irreverente y desenfadado. Surgió como un esquema: el guardaespaldas del mafioso A es contratado por el mafioso B para matar a su jefe; cuando lo va a hacer, el mafioso A dobla la suma para que mate al mafioso B, y así sucesivamente. Para finalizar con el absurdo, propongo al lector cuatro finales, aconsejado por Borges, más un bonus track. Lo que comenzó como un divertimento se convirtió en un cuento donde exploro una situación absurda pero muy latinoamericana. Y el lenguaje, desde luego, es también muy musical, todos los nombres tienen la che: Chancho, Cachano, Charito, y así sucesivamente. Me inspiré, y no tengo problema en admitirlo, en varias canciones. Por eso tiene tres epígrafes: el de Café Tacuba (Chilanga Banda), el de Desorden Público (Plomo revienta) y el de León Gieco (Ojo con los Orozco).

–¿En qué consistió el premio?

–Fue el viaje y estadía en la Semana Negra de Gijón de 1999, organizada por Paco Ignacio Taibo II. Allí tuve oportunidad de conocer a escritores españoles y latinoamericanos como Mariano Sánchez, Javier Abasolo, Juan Antonio de Blas, el cubano Justo Vasco, el periodista colombiano Germán Castro Caycedo, entre otros. También el premio anterior, el Carlos Castro Saavedra, me permitió viajar a Medellín, en los años duros del sicariato. Pero fue una gran experiencia porque cuando llegué a la Biblioteca Pública Piloto mi primera sorpresa fue que el libro con los cuentos ganadores y finalistas ya estaba publicado, la segunda era que había una larga cola de gente para que le firmara el libro y la tercera es que me pedían el autógrafo con un enorme respeto y me llamaban “Maestro”. Fue muy estimulante, era la primera vez que me sentí escritor de veras.

–Y escritor policial, porque en Esvástica… nací yo.

–¡Claro!, Ahí nació Fernando Castelmar, mi personaje serial, mi alter ego, periodista que investiga crímenes muy a su pesar.

–Ya, me metes en cada problema... En Esvástica… caigo en manos de un neonazi loco que me tortura. Disculpa que te tutee, pero ya que eres mi padre…

–Vale, pero no te quejes, al final siempre te salva Dávila. Como en Las alfombras gastadas del gran Hotel Venezuela y en Cuando amas debes partir.

–¿Por qué escogiste un periodista como personaje serial?

–Porque los periodistas se la pasan husmeando, tienen mucha movilidad y manejan mucha información. Dávila es su complemento, el hombre que empuña el arma y no vacila en usarla cuando es necesario, una rara avis pues es un policía honesto.

–¿De dónde salió la idea del cuento?

–Debo confesar que de un cuento de Borges, La muerte y la Brújula, me fascinó la idea de unos asesinatos rituales dibujados en el mapa de una ciudad. Así que tomé un mapa de Caracas y dibujé encima una esvástica. Generalmente la muerte en Caracas es una situación vulgar, repetitiva, pero esto le daba un nuevo enfoque; el enfoque ritual de un serial killer: Weintraub, similar a Jame Gumb, alias Buffalo Bill, de El Silencio de los inocentes, película que me impresionó mucho.

–¿Cómo lograste que un autor prácticamente desconocido publicara en una editorial colombiana prestigiosa?

–En primer lugar porque confío en la calidad de mi escritura, que fue luego avalada por los dos premios. Con ese bagaje armé mi libro de cuentos y con el manuscrito bajo el brazo me fui a la Feria del libro de Bogotá. Fue una apuesta arriesgada pues si en Venezuela no me conocía nadie, en Colombia menos aún, aunque había el antecedente del premio en Medellín. Pero yo estaba claro de que si quería internacionalizarme debía ser publicado por una editorial internacional, valga la redundancia. Así que hice tres copias de mi libro (lo que me dio el presupuesto) y lo repartí entre tres editoriales en la Feria de Bogotá. Luego me volví a Venezuela y seis meses después me llamaron de Norma para decirme que me iban a publicar el libro. Esta anécdota la cuento para que los jóvenes escritores no se desanimen. Lo primero es escribir bien, lo segundo es armarse de paciencia porque si tu trabajo es bueno, la recompensa llega tarde o temprano.

También tuvo que pedir prestado para enviar La inconveniencia… por correo a París, pues era costoso. Le pasó algo similar a García Márquez cuando mandó Cien años de soledad a la editorial Sudamericana, en Buenos Aires, y no tenía el dinero para enviarla completa (350 páginas) así que mandó la mitad. Pero Yagüe tuvo la ventaja de que era un cuento y no una novela y no le pasó lo del Gabo, que se equivocó y mandó la segunda parte en lugar de la primera. Lo demás es historia.

–Entonces, finalmente, ¿te arrepientes de que te consideren autor de novela negra?

–No me arrepiento de nada de lo que he escrito, aunque admito que hay libros que me gustan más que otros. Estoy en la edad en que un escritor debe reflexionar sobre su obra, como aconsejaba Cortázar, y estoy consciente de lo bueno y lo menos bueno. Lo interesante de la novela negra es que exige una estructura narrativa rigurosa, que no permite el desvarío ni la retórica: una vez que se descubre un cadáver comienza una investigación y tiene que haber un resultado, de lo contrario el lector tirará el libro por la ventana. Ahora más que nunca la novela negra tiene vigencia porque la corrupción impera en Venezuela y en el mundo. Por lo tanto vaticino: Volveré a la novela negra.

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Puedes leer Esvástica de sangre en https://www.blogger.com/blog/post/edit/8509279058075247123/9183492335253129047




martes, 10 de noviembre de 2020

Venezuela, ¿una realidad de novela negra?

 

 Siempre me he preguntado por qué se conoce tan poco la literatura venezolana en el mundo. Es algo que aún no me he podido responder. No es por falta de escritores. Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri, por citar solo dos, habrían merecido el Premio Nobel de Literatura por la calidad de su obra. Pero dejemos que sean los estudiosos de la literatura los que traten de responder esa pregunta.

La narrativa venezolana es eminentemente realista. Un país que durante todo el siglo 19 prácticamente estuvo en guerra, primero en la de independencia, y después hubo conflictos internos de todo tipo: alzamientos, motines, revoluciones. Tal vez por ello, en Venezuela siempre hubo poco espacio para la imaginación: leer y escribir fue actividad de élites ilustradas que generalmente preferían las evasiones románticas o modernistas antes que enfrentar la realidad, una realidad caracterizada por la injusticia social, la inequidad y los problemas sociales heredados de 300 años de colonia.

La primera novela con elementos policiales de Venezuela fue escrita por una mujer y publicada en 1889. Se trata de la novela Un crimen misterioso, de Lina López de Aramburu, conocida con el seudónimo de Zulima, lo cual tiene mérito pues Estudio en Escarlata, la primera novela protagonizada por Sherlock Holmes, data de 1887, es decir apenas dos años antes.

Un crimen misterioso en realidad es una novela romántica pero comienza con el hallazgo de un cadáver en un mercado de Caracas. Gran novedad. Sin embargo hasta allí llega la referencia policial. En esta obra se observa como telón de fondo los enfrentamientos entre liberales y conservadores que caracterizaron este periodo.

El realismo social llegó para instalarse en la narrativa, mientras que la poesía fue eminentemente romántica o modernista.  Los escritores venezolanos, acosados por la violencia, la inestabilidad política, la censura y la represión establecida por largas dictaduras, reflejaron en sus obras, de una forma u otra, la larga lucha del pueblo por la libertad y la justicia.

Escritores como José Rafael Pocaterra, los mencionados Gallegos y Uslar Pietri, Enrique Bernardo Núñez, Ramón Díaz Sánchez, Teresa de la Parra, Eduardo Pardo, Urbaneja Achehpolh, rindieron tributo a este realismo social. Es como si los escritores venezolanos, obsesionados tanto con la historia como con la realidad inmediata del país, se hubieran sentido llamados a reflejar estas circunstancias en sus obras.

Mientras en Argentina Jorge Luis Borges dirige a partir de 1945 la colección “El Séptimo Círculo”, que da a conocer al público de lengua castellana los principales títulos de novela negra y policial anglosajona, lo policial aún no se manifiesta en la literatura venezolana sino de manera tangencial y marginal.

Andrés Mariño Palacio publica en 1946 un cuento titulado Muerte en el Callejón donde aparece un cadáver en un barrio de Caracas y mientras la policía levanta el cuerpo, el narrador se pregunta si fue él el asesino. Guillermo Meneses, uno de nuestros mejores narradores escribe su cuento más famoso titulado La mano junto al muro en el que un investigador, que lleva un sombrerito ladeado, se pregunta quienes fueron los asesinos de una prostituta que aparece muerta en un  burdel portuario.

Lo policial aparece como parodia, experimento, intento, pero nunca trabajado con fuerza y desde adentro, como una vertiente literaria respetable. Es como si los escritores venezolanos desconocieran o no le dieran importancia a la ya larga tradición literaria del policial.

En 1958 cae la dictadura de Pérez Jiménez. Militantes políticos escriben obras en la que dejan constancia de la represión. La literatura de denuncia, testimonial, de prisión, prolifera en Venezuela y no deja de ser importante hasta nuestros días.

En la década de los sesenta, llamada la década violenta, la actividad guerrillera en Venezuela genera una literatura testimonial de la militancia política de izquierda y su secuela de cárcel y represión.

Dos narradores brillan con luz propia en esta etapa: Salvador Garmendia y Adriano González León. Este último gana en 1967 el prestigioso premio Seix Barral Biblioteca Beve con País Portátil, una novela que traza un recorrido histórico de la violencia en Venezuela a través de Andres Barazarte un personaje equivalente al Leopold Bloom del Ulises de Joyce.

El nacimiento de la literatura propiamente policial en el país tendrá que aguardar, paradójicamente, al surgimiento de una policía técnica judicial, es decir una policía profesional, en la etapa democrática, pues en Venezuela la policía siempre había sido política y su función era la de reprimir a los opositores.

No debe extrañar, por lo tanto que el primer escritor policial de Venezuela haya sido un policía: Fermín Mármol León funda el género en 1978 con la publicación de Cuatro crímenes, cuatro poderes, libro del cual el escritor Arturo Uslar Pietri (Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1990), dijo que era el peor escrito que había leído pero el más interesante.

En verdad Cuatro crímenes cuatro poderes no es una novela sino una serie de crónicas, redactadas en el más puro estilo forense, sobre casos que había manejado Mármol León en su condición de jefe de Homicidios de la extinta PTJ (Policía Técnica Judicial) que impactaron en su momento a la opinión pública pues involucraban al poder político, al económico, al eclesiástico y al militar.

Si bien su escritura carece de imaginación y de vuelo literario, no se puede negar que Mármol León tuvo la valentía de ventilar en público los trapos sucios del poder y nadie le quita su condición de pionero. Considerado el libro más vendido en la historia editorial del país (700 mil ejemplares a la fecha), fue llevado al cine por Román Chalbaud en las películas Cangrejo I y II (cangrejo, en argot policial es un caso difícil pero resuelto).

Cuatro crímenes cuatro poderes no era novela ni era negra. En sentido estricto, este género surgió en Estados Unidos a raíz de la crisis económica y social de los años 20 y 30 del siglo pasado, caracterizada por desempleo, corrupción generalizada y surgimiento de poderosas mafias criminales en el marco de la producción y contrabando de alcohol, actividades penadas por la Ley Volstead o Ley Seca.

La novela negra norteamericana tuvo autores tan representativos como Dashiell Hammet, Raymond Chandler o Jim Thompson, y codificó la figura del detective privado, un antihéroe literario caracterizado por ser una especie de vengador solitario provisto de un rígido código de ética personal, así como de una enorme capacidad de ingesta alcohólica y cierta misoginia.

En Venezuela, la novela negra, considerada como la novela social por excelencia según el concepto de Paco Ignacio Taibo II, gran gurú hispanomericano del género, tuvo que esperar hasta los convulsos 80 para irrumpir con fuerza. Tal vez porque fue en esa década que se produjeron los primeros síntomas de una generalizada crisis económica, política y social que derivó en el Caracazo, la conmoción social del 27 de febrero de 1989, que dio al traste con el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez y allanó el camino para el arribo al poder, nueve años más tarde, de Hugo Chávez.

En los años 80 irrumpe en el panorama editorial Marcos Tarre, arquitecto y columnista de El Nacional en materia de seguridad (luego –también él– sería jefe policial). Tarre creó al comisario Gumersindo Peña, primer personaje serial de la literatura policial venezolana, desarrollando una saga que ya cuenta con varios títulos: Colt Comando 5.56 (1983, llevada al cine en 1987), Sentinel 44 (1985), Operativo Victoria (1988, finalista del premio Rómulo Gallegos), Bar 30 (1993), Bala Morena (2004), Rojo Express (2010).

En 1998, Eloi Yagüe Jarque gana el premio Semana Negra de Gijón al mejor relato policial con la Inconveniencia de servir a dos patronos. En 1999 aparece su novela negra Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela, primera de la saga del periodista Castelmar, la cual fue finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2001, y en 2000 su libro de relatos Esvástica de Sangre que incluye el mencionado y el que le da título al libro, que obtuvo el premio Carlos Castro Saavedra, en Medellín.

La novela negra empieza a tener adeptos en Venezuela, como lo demuestra un público que sigue fielmente a autores tales como Manuel Vázquez Montalbán, Andrea Camilleri o Henning Mankell.

Sin embargo no es sino hasta 2005 cuando el editor Leonardo Milla se atreve a lanzar Alfa 7, la primera colección nacional de novela policial. Durante varios años, hasta su fallecimiento en 2008, publicó a autores como José Pulido (La canción del ciempiés), Roberto Echeto (No habrá final), Ana Teresa Torres (El corazón del otro), Valentina Saa Carbonell (La sangre lavada), Luis Medina (Matándolas a todas), Alberto Arvelo Ramos (Honestidad), Alexis Rosas (Los últimos pájaros de la tarde) y Marcos Tarre (Bala Morena).

Tras un paréntesis de varios años, en los que algunos autores emergentes como Fedosy Santaella o Héctor Bujanda, utilizan en sus narraciones técnicas, atmósferas y estructuras propias del policial, Ediciones B decide lanzar una nueva colección, llamada Vértigo, y le encomienda a la escritora Mónica Montañés su diseño. Ella decide que las novelas a publicar girarán alrededor de la situación de la mujer en Venezuela, bien sea como victimaria o como víctima.

En septiembre 2012 fue presentado el primer título: La segunda sagrada familia, de Inés Muñoz Aguirre. Posteriormente fueron publicados Eduardo Sánchez Rugeles (Jezabel), José Manuel Peláez (Por poco lo logro), Wilmer Poleo Zerpa (Guararé), María Isoliett Iglesias (Me tiraste la hembra p’al piso), José Pulido (El requetemuerto), Valentina Saa Carbonell (Óyeme con los ojos), Eloi Yagüe (Amantes Letales) y la propia Montañés (La víctima perfecta).

Actualmente la novela negra en Venezuela se encuentra frente a una paradoja. Por un lado, en el país  se vive una crítica situación económica, social y política, similar a la que dio origen a la novela negra norteamericana; por el otro, sin embargo, no hay incentivos para publicar, no hay papel, ni tinta, ni premios, ni editores dispuestos a apostar por el género.

En el país se calculan unos 24 mil homicidos al año; a la vez proliferan las denuncias de corrupción generalizada en los más altos estamentos; existe un alto índice de impunidad, así como la presencia del crimen organizado en mafias dedicadas al narcotráfico, al contrabando y al lavado de dólares; todos estos son elementos que configuran un caldo de cultivo favorable para la aparición de un poderoso movimiento de novela negra.

Empero, una vez más la realidad parece ganarle la partida a la ficción. Los libros más vendidos en el país son escritos por periodistas y tienen que ver con casos criminales de la vida real, como el del psiquiatra Emundo Chirinos o el asesinato de la modelo Mónica Spears, que si bien cumplen la función de ser puntuales carecen de vuelo literario.

La novela negra se encuentra en pausa en este momento en Venezuela. Los escritores se plantean otros retos y muchos ya se han ido del país. Tal vez se pierda el empuje inicial que llevó a un florecimiento de esta vertiente literaria. De ser así, habrá que ponerle el sello de “caso cerrado” a la historia de un género que murió sin haber llegado a conocer la madurez.

Sin embargo, algunos autores persistimos en la convicción de que la novela negra puede ser la herramienta más adecuada para aprehender la compleja realidad política, económica y social en que se ha convertido la Venezuela de hoy.  Seguramente lo más difícil será desarrollar un personaje como Kurt Wallander, un policía honesto que llegue hasta las últimas consecuencias. Pero en eso estamos.

                            Eloi Yagüe Jarque / Tenerife Noir, marzo 2016

 

      


 

 

 

jueves, 29 de noviembre de 2012



           
           
  HIJO PRÓDIGO


Cuento finalista del XIII Concurso de Relato Policial Sexto Continente, patrocinado por de Radio Nacional de España y Ediciones Irreverentes. Noviembre 2012.

            Dos hombres encapuchados y armados entran en una pequeña tienda gritando: “¡Todos al suelo, esto es un atraco!”. Hay poca gente pero todos se echan al piso. “El que se mueva lo quemo. El que hable lo mato”, dice uno de ellos, agresivo. “Quédate aquí”, le dice al otro. “Vigílalos. ¡El que se mueva o hable, lo matas!”. El encargado de vigilar se queda apuntando con una escopeta. Se nota nervioso. Uno de los que está en el piso alza lentamente la cabeza y se le queda viendo. Lo mira con mucha insistencia, como si con la mirada quisiera traspasar la capucha.  El otro se pone nervioso y le dice: 
–¿Qué te pasa, viejo. ¡No me mires!
–¿Hijo, eres tú? –le dice el viejo.
El otro se mueve nerviosamente.
–¿Papá? –responde, con voz temblorosa y juvenil.
–Hijo, ¿qué estás haciendo?–dice incorporándose.
–Sh, no te muevas, no hables.
–Te he buscado por todas partes. Pensé que estabas muerto.
–Cállate, ese es, loco te puede matar.
–Hijo, estás a tiempo, suelta esa arma, vámonos a casa. Tu madre te está esperando –dijo poniéndose de pie y tendiéndole los brazos.
–¿Qué pasa allí? –grita el otro asaltante desde la caja que está desvalijando–. ¡Te dije que el que hable lo matas!
            –Tranquilo, pana, aquí está todo bajo control. Pero apúrate con la caja.
            –Hijo, no tienes que hacer esto, no quiero que vayas a la cárcel.
            El asaltante se quita la capucha de un sólo movimiento desesperado. En efecto, es un muchacho como de dieciocho años.
            –Coño viejo, ¿No entiendes? No tengo alternativa.
            –Claro que sí puedes seguir estudiando, puedes trabajar...
            –Tú me botaste de la casa, ¿recuerdas?
            –Sí, y no sabes cuánto me arrepiento. Pero las drogas, las malditas drogas… Hijo perdóname… regresa por favor –dice el viejo acercándose para abrazarlo.
            En eso aparece el otro asaltante.
            –¿Qué vaina es esta. ¿No te dije que mataras al que se moviera?
            –Es mi padre, huevón.
            –¿Es tu papi? ¿En serio? ¿El que te botó de la casa? –dice el asaltante rodeando al viejo, observándolo por todas partes–. Mátalo.
            –¿Qué? ¿Tú estás loco?
            –Te lo dije clarito: el que se mueva o hable, lo quemas. En esta vaina el que manda soy yo, ¿okey? Te lo voy a poner clarito: o lo matas o te mato yo a ti y luego a él.
            El muchacho apunta lentamente. Se oye un disparo. Un cuerpo cae al suelo mortalmente herido. Es el asaltante encapuchado. El viejo y el muchacho completan el abrazo interrumpido.
            –Ven, hijo. Vámonos a casa –dice el viejo.

                                                                                               Eloi Yagüe Jarque





            Eloi Yagüe Jarque, escritor y periodista, nació en Valencia, España, en 1957. Vive en Caracas desde que era niño. Actualmente es profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Central de Venezuela y ejerce simultáneamente el periodismo y la literatura.
            Como narrador tiene publicadas dos novelas negras y siete libros de cuentos. En 1998 obtuvo el premio Semana Negra, de Radio Francia Internacional, al mejor relato policial, con el cuento La inconveniencia de servir a dos patrones, incluido en la antología La vasta brevedad (Alfaguara, 2010, ISBN 978-980-15-0348-4)
            Libros publicados
  • Cuando amas debes partir (Seix Barral, 2006, ISBN 980-271-368-6)
  • Esvástica de sangre (Norma, 2000, ISBN 958-04-5966-5)
  • Las alfombras gastadas del Gran Hotel Venezuela (Planeta, 1999, ISBN 980-271-285-X)

            e-mail: eloi.yague@gmail.com



jueves, 13 de septiembre de 2012



2666, primera reflexión


En esta novela predomina la muerte y la desolación. Y sin embargo, cuesta terminarla, como si a última hora se quisiera prolongar su sabor. ¿Estructura abierta o novela inacabada? ¿Qué es después de todo una novela inacabada? La novela póstuma de Roberto Bolaño merece un detenido análisis como inusual expresión de un grande esfuerzo narrativo.
No voy a caer en la discusión estéril de si le sobran o le faltan páginas. Pienso que las 1120 que tiene le fueron suficientes a Roberto Bolaño para demostrar de qué es capaz como narrador veterano. Estructurada en cinco bloques: La parte de los críticos, La parte de Amalfitano, La parte de Fate, La parte de los crímenes y La parte de Archimboldi, se dice que, antes de ser partes, fueron novelas independientes y que fue decisión de los herederos del escritor chileno y de su editor Herralde, lanzarlas al mercado como una sola obra, pues así la consideran.
En verdad todas están relacionadas y hay un “centro oculto”, como señalaba Bolaño. Pero este centro podría ser un concepto, no necesariamente un lugar, como señala el crítico Ignacio Echevarría, quien afirma que ese centro es Santa Teresa (alteridad de Ciudad Juárez, la ciudad mexicana donde matan a las mujeres).
Para mí el “centro oculto” es la maldad, la maldad como concepto, como abstracción, como motor que impulsa a la novela hacia su núcleo dramático (y temático) que son los feminicidios como manifestación de ese “horror”, el mismo que trabaja Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas.
Esa maldad es lo que provoca los crímenes de las mujeres (muchas de ellas niñas, para mayor indefensión) en esa ciudad hipotética que pudiera ser Ciudad Juárez o Tijuana, lo que importa es que se trata de una urbe cercada por el desierto, o sea, por la esterilidad. De ahí el epígrafe de Baudelaire: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”.
Lo que está en el centro, repito, es la maldad, esa fuerza ciega que lleva a la destrucción y ciertamente un alemán medio loco no es el asesino de todas las mujeres aunque, en efecto, haya matado algunas. La cosa no es tan fácil. Los homicidios son una obra colectiva producto de un furor anónimo, un exterminio sistemático cuyo responsable final no tiene nombre ni apellido, ni siquiera el de Klaus Haas. Es como intentar achacarle a Hitler la responsabilidad entera del asesinato de millones de seres humanos. Si bien él dio la orden, la ejecutó un ejército de incondicionales de los cuales no todos estaban locos, aunque entre ellos había verdaderos criminales.
Por eso 2666 no es una novela policial: aunque hay crímenes y una investigación en marcha (que no concluye con el arresto de Klaus pues los homicidios prosiguen aún con él en la cárcel) y un proceso judicial que en un momento dado cae en el limbo, como suele suceder en nuestros países latinoamericanos. Lo que no hay es un móvil, un por qué. La tesis del cine snuff (pornografía de la muerte) es apenas una posibilidad tal vez cierta como explicación de algunas muertes, pero nada termina de justificar la matanza de mujeres, todas con un modus operandi similar: estrangulamiento con fractura del hueso hioides.
La racionalidad (de la cual la mentalidad policial es apenas una de sus manifestaciones) se estrella contra la aparición del mal en estado puro, pues este daño no tiene explicación ni justificación. No tiene móvil ni motivos y, por supuesto, no tiene castigo y muy pocos culpables son capturados. El miedo, el terror y la paranoia se extienden por la ciudad como un cáncer irreversible, que provoca que una maestra se suicide porque no quiere vivir en una ciudad donde matan mujeres de esa manera cruel y despiadada.
Desde esta perspectiva, 2666 es más que un policial, una novela sobre el mal y la maldad, una obra moralista que busca sacudir la conciencia de los lectores, adormecida por la presencia anestesiante de internet, que nos hace ver el horror y la maldad como algo natural y aún necesario. Esa maldad a la que nos vamos acostumbrando./ Eloi Yagüe