No hay en estas historias, firmadas por Jerónimo García Tomás, escenarios opulentos, luces de Hollywood o resplandor de marquesinas. Si acaso el reverso de esos brillos suntuosos, como en ¿Acaso no matan a los caballos?, de James, M. Cain un clásico de la novela negra que muestra la otra cara de Hollywood. Las locaciones, como dirían los amantes del cine, son de lo más cotidianas: Una gasolinera en una autopista, un barrio con predominio de extranjeros, que en Valencia pudiera ser Natzaret, un mercado popular, el interior de un cajero automático, un almacén.
¿Qué importancia puede tener lo que ocurre dentro de un gran almacén, como el de Amazon que está en Paterna? En estos lugares trabajan operarios que deben mover, mediante montacargas, 600 palés diarios en cada jornada laboral. El que no cumpla con esta cantidad sabe que no le renovarán el contrato. Esta circunstancia ya de por sí es el caldo de cultivo de numerosos conflictos.
El narrador de oficio sabe que una buena historia, una de esas jugosas, que nos puede servir para tocar el nervio de la condición humana, puede ocurrir en cualquier parte. Y ahí, en un almacén, transcurre Fumadores de manos sucias, que considero una novela breve, pese a que está integrada por siete cuentos. Y lo que le da la unidad es que todos reflejan el mundo de los perdedores.
No temo revelar el final, no temo al spoiler, simplemente porque la mayoría de estos relatos desarman la estructura clásica de la narración, que desde Aristóteles ha sido introducción desarrollo y desenlace. No es el caso de Jerónimo. En sus cuentos lo que importa, y mucho, es la tensión ambiental, son cuentos meteorológicos, porque en ellos la atmósfera se va cargando de electricidad. Pero a la vez, esta carga no siempre se resuelve en rayos y truenos. Son cuentos al estilo de Chejov, quien recomendaba a los escritores quitar el comienzo y el final de sus narraciones para que quedara lo más sustancioso, el núcleo del conflicto, evitando las tediosas explicaciones.
Lo mejor de la narrativa de Jerónimo es su capacidad para trasmitir estados de ánimo a través de sus personajes cuyas características es capaz de delinear con pocos trazos. Más que minimalista, la prosa de Jerónimo es sobria, parca; no se demora en descripciones ni mucho menos en digresiones. Todas sus tramas corren sobre rieles bien lubricados, sin tropiezos ni dilaciones innecesarias.
En sus cuentos no hay espacio para el falso suspense, aquel que se logra solo mediante interrupciones del discurso narrativo con elucubraciones, evocaciones o cualquier otro truco que sirva para demorar el inevitable desenlace. Todas las acciones y las palabras van hacia su culminación en un todo coherente. Lo que quiero decir es que en los relatos de Jerónimo García Tomás, el suspense, que lo hay y mucho, no está planteado de forma artificial, sino que surge de la misma trama de manera natural. Y esto ya es un logro de escritor maduro.
Esa sensación de tragedia inminente está presente en casi todos sus relatos. Pongamos por caso No me moveré de aquí. Susana y Julián dialogan en un bar sobre una situación que el lector no conoce pero la conversación, aparentemente anodina al principio, se va cargando hasta motivar la acción. Es un diálogo que presagia un drama, como pasa en Los asesinos de Hemingway. Ocurre lo mismo en El intérprete, aunque el final es más previsible.
Por supuesto, este tipo de narración exige un esfuerzo del lector. Jerónimo te da lo estrictamente necesario para que tú construyas la historia en tu cabeza, con tu imaginación. Es como lo quería Cortázar. Bueno, Julio hablaba de lectores hembra y lectores macho, terminología que hoy a algunos puede parecer políticamente incorrecta. Pero quedémonos con lo sustantivo que señalaba el escritor argentino: estos cuentos exigen lectores capaces de ser no solo espectadores pasivos sino co-creadores de las historias.
Fumadores de manos sucias es un libro que estimula la imaginación.
El estilo literario de Jerónimo participa de la escuela anglosajona que tiene una larga tradición de cuentistas notables desde Edgar Allan Poe, pasando por Ambrose Bierce, Melville, el autor de Bartleby, por supuesto; Hawthorne, y más recientemente Faulkner, Hemingway, Jim Thompson, Raymond Carver. Casi todos ellos incursionaron en el periodismo, no le hicieron ascos al relato breve, a la novela breve, a publicar en revistas y periódicos. Tradición que ha tenido reflejo propio en América hispana, cantera de extraordinarios cuentistas desde Rulfo en adelante pasando por Borges, el propio Cortazar, Horacio Quiroga, Juan Carlos Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, y un largo etcétera.
Tal vez por eso, por el hecho de escribir para diarios y revistas y por lo tanto tener que respetar cierto número de palabras, hay toda una tradición anglosajona de la brevedad y de la objetividad, o conductismo, es decir de aquella narrativa que más que describir estados de ánimo, o sentimientos, prefiere construir los personajes por sus gestos, actitudes, acciones y palabras. Lo que llamaríamos, entre nosotros, la descripción dinámica.
Ahí está por ejemplo el temblor del labio de Clara en Gasolineras, una leve contracción muscular que denota todo un tormento interior; el gesto de Damián de tomar licor de arroz en el bar de la esquina, en El intérprete, o el gesto de fumar con las manos sucias de Gerardo el protagonista del cuento que le da título al libro. Todos los gestos aquí tienen mucha importancia.
En pocas palabras, Jerónimo, que es Filólogo especializado en literatura inglesa, logra conciliar dos tradiciones aparentemente opuestas. A nuestra hispánica afición por la palabrería, por el sentimentalismo y por el costumbrismo, contrapone una sobriedad que contrasta con nuestros frecuente excesos melodramáticos; a la vez integra la tradición de una literatura que en algún momento convirtió al loco en antihéroe e hizo del pícaro el protagonista de notables obras narrativas.